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jueves, 28 de diciembre de 2017

(España) Pronóstico muy grave (+Opinión)

Por: Joan Tapia: Este es el último artículo de 2017 y al intentar resumir lo sucedido este año en el conflicto catalán (la relación entre Cataluña y el resto de España), el balance sólo puede ser muy negativo. No digo catastrófico por aquello del optimismo de la voluntad, pero…

Llevamos ya cinco años, desde la primera manifestación multitudinaria del 11-S y las posteriores elecciones de 2012, en las que Artur Mas pidió una “mayoría excepcional” (y los catalanes se la negaron) para emprender el camino hacia una Ítaca algo desdibujada pero lejana de España. Y más de diez desde la aprobación por el Parlamento catalán de un Estatut de autonomía que levantó gran indignación en gran parte España. Aquel Estatut fue modificado y recortado (Alfonso Guerra, triunfante, dijo "cepillado") en el Parlamento español, luego votado y aprobado en referéndum en Cataluña con la oposición (por razones antagónicas) del PP y de ERC, más tarde recurrido masivamente por el PP y finalmente retocado -pero no anulado- por el Tribunal Constitucional. Fue antes de aquella sentencia cuando el 'president' José Montilla, socialista y no nacionalista, expresó su preocupación por el clima de creciente “desafección” de Cataluña respecto a España. Sin la adecuada receptividad en el PSOE de Zapatero y con sordera total y desprecio en la cúpula del PP. Que se calle Montilla, que con el error del Estatut vamos a prejubiliar a Zapatero, el que nos ganó por Atocha, era el estado de ánimo del PP.

Después de 11 años de desafección creciente sin que -ni en Madrid ni en Barcelona- hayan surgido con fuerza suficiente voces que alertaran del peligro, lo acaecido en 2017 no es que no fuera previsible pero el disparate ha sido superior a lo imaginable. El desgarro en las relaciones mutuas y en el clima político ha sido de tal calibre que encauzar el problema precisa mucho más que confiar en el paso del tiempo o el optimismo de la voluntad. Necesita inteligencia y análisis de riesgos. Y de ambas cosas hemos visto poco en el año que ahora termina. Por ello el diagnóstico solo puede ser pesimista.

En Cataluña se han cometido muchos errores. El más grave indudablemente es la votación por la ajustada mayoría independentista del parlamento catalán (72 escaños sobre 135) de las dos leyes de ruptura (la del referéndum y la de desconexión con España) que no solo violaban la Constitución votada en 1978 (con un apoyo en Cataluña superior al del resto de España) sino el propio Estatut que obliga para asuntos menores (como la simple reforma del Estatut o incluso la ley electoral) a una mayoría cualificada de dos tercios (90 diputados). Y luego, desoyendo todas las advertencias del Gobierno de Madrid, de tres partidos españoles que tienen una amplísima mayoría en el Congreso de los Diputados, e incluso de la Unión Europea, aprobaron una declaración de independencia el viernes 27 de octubre que no tuvo ni un soplo de vida y que luego han dicho que solo fue simbólica.

La respuesta inmediata -no podía ser otra muy diferente salvo que España avalara la independencia- fue el recurso al 155, la suspensión del Gobierno catalán y la convocatoria de elecciones para 55 días después. Pero además el desorden y la inseguridad jurídica generada -básicamente por el temor de que Cataluña quedara fuera de la UE- provocó una gran incertidumbre, el cambio de sede social de los dos bancos catalanes que están entre los cinco primeros españoles, de muchas otras empresas, la caída notable del turismo y del consumo, una gran incomprensión en Europa y una indignación, la primera capa de una honda desconfianza, en Madrid.

Tras la rebelión -que recuerda algo a la de 1934 de Lluís Companys contra el gobierno republicano de Alejandro Lerroux-, la hostilidad de la opinión pública española y de la clase política se ha multiplicado. Me temo que durante mucho tiempo la demanda de más autogobierno por parte de Cataluña será altamente sospechosa, lo que hará casi imposible cualquier pacto tipo tercera vía. Lo peor es que esta hostilidad estará justificada, al menos en parte, por la estupidez y disparate del 27 de octubre, que ni Puigdemont ni Junqueras quisieron finalizar -ahí está la mediación Urkullu- pero que se acabó produciendo porque ambos líderes fueron incapaces de enfrentarse no a las masas populares sino a sus allegados más descerebrados.

España está ahora (con razón o sin ella) indignada e insensible a las demandas de fondo de la mayoría de la sociedad catalana. Y la prueba es el apresuramiento y la rapidez con la que han reaccionado tanto la Audiencia Nacional como el Tribunal Supremo, que les ha llevado a errores políticos de bulto (su función no es entender la psicología de Cataluña) y a comportarse, a los ojos de mucha opinión publica catalana y no solo independentista, como un tribunal inquisitorial. Y a meter la pata como con la orden europea de detención contra Puigdemont que al final se tuvo que retirar a mayor honra y gloria de su campaña electoral.

Pero lo fundamental es que una España insensible no será terreno propicio para cualquier negociación (suponiendo que en Cataluña haya un gobierno que quiera y sepa negociar). Y si el mundo judicial, político y de los medios de comunicación cree que un proceso severo contra los “cabecillas decapitados” de “la insurrección” es la solución (o que puede encauzar la crisis) lo más posible es que estén cavando hacia el centro de la Tierra. Porque la ingobernabilidad de Cataluña que podemos ver en los próximos meses acabará afectando también a la política y la economía de España. La primera prueba será la aprobación de los presupuestos del año que está a punto de empezar por el PNV.

Finalmente, una 'ulsterización' de Cataluña, que no se puede descartar totalmente, sería el peor de los escenarios para la democracia española

Los errores españoles empezaron hace tiempo. La raíz de todos -aunque parezca increíble- es la incomprensión de la realidad catalana. Cuando el ministro Wert dijo, una semana después de que fracasara la “mayoría excepcional” de Artur Mas y el secesionismo estaba en estado de 'shock', que había que “españolizar a los niños catalanes”, fue una muestra diáfana de que los dirigentes del PP no entendían nada de Cataluña y que no eran conscientes de que alimentaban la desafección. Y que el presidente del Gobierno no cesara a Wert, por mucho que pudiera molestar a su electorado, indica que la prioridad no era evitar que la herida catalana se infectara más.

Luego, cuando la formación del último Gobierno Rajoy a finales de 2016 y con Cataluña ya encendida, es incomprensible que no nombrara dos ministros de la sociedad civil catalana (de talante empresarial o conservador) que hubieran dificultado al separatismo pintar al Gobierno de España como un ejecutivo anticatalán. Y me consta que había gente dispuesta. Por legítima ambición y por responsabilidad. Enviar entonces a la vicepresidenta a dialogar en serio -por primera vez- con distintos sectores políticos y sociales de Cataluña estuvo bien. Pero era tarde e insuficiente. Ya no era momento de ofrecer diálogo sino de demostrar que el PP podía y sabía tejer alianzas con los círculos catalanes más pragmáticos. El propio Aznar lo hizo -en circunstancias menos dramáticas- cuando incorporó a su primer gobierno a Josep Piqué.

Rajoy estuvo acertado al ser prudente y no precipitar el 155, esperando algo de cautela en los dirigentes catalanes y el acuerdo del PSOE. Pero la gestión del 1 de octubre -al no encontrar ninguna urna y con los policías disolviendo votantes como si fueran manifestantes peligrosos- fue catastrófica. Bloomberg la eligió ayer como una de las fotos del años. El ministro Zoido tenía que haber dimitido de inmediato. Es el mismo que acaba de declarar -después de que el independentismo haya revalidado su mayoría absoluta- que no le temblará el pulso para detener a Marta Rovira o a Marta Pascal si los jueces lo ordenan. ¿En qué cabeza puede caber que el ministro del Interior se oponga a una orden judicial? Y, ¿por qué demonios un ministro relevante tiene que hacer ostentación de posibles detenciones de dirigentes políticos? Simple incompetencia. El PSOE tenía que haber exigido su cese el 2 de octubre y no meterse -y luego hacer marcha atrás- contra Soraya Sáenz de Santamaría.

Tras el 155 y la convocatoria de elecciones, la única salida en positivo -el único objetivo sensato propagandas aparte- era que el secesionismo no repitiera la mayoría absoluta y pudiera, en el rincón de pensar, llegar a la conclusión de que tenía que trasladar la independencia, del programa mínimo e inmediato, a un objetivo del programa máximo a largo plazo, de esos a los que nunca se renuncia pero que no se acostumbran a cumplir. No ha sido así porque el independentismo ha logrado -apelando a los sentimientos, denunciando la prisión o el exilio de sus líderes y exigiendo la recuperación de las instituciones autonómicas que había despreciado- conservar el 47% de los votos mientras que las tres fuerzas constitucionalistas -tan diferentes entre sí como las separatistas- han subido del 39,11% al 43,5%. Los independentistas han bajado de 72 a 70 diputados y los constitucionalistas han subido de 52 a 57. No es poco, pero sí insuficiente. Y tiendo a creer (Isidoro Tapia, con el que me une solo el apellido y un amigo común, decía algo similar en El Confidencial la semana pasada), que sin el victimismo que ha provocado la prisión provisional sin fianza de varios 'exconsellers' y las noticias trepidantes sobre el incremento del número de sospechosos e imputados -como si se tratara de un caso del exjuez Garzón- el separatismo habría perdido algunos escaños más. Los suficientes para enviarles al 'rincón de pensar'.

La contestación es que los jueces en España son, afortunadamente, independientes. Nada que objetar. Pero el fiscal general es otra cosa. Y sin las iniciativas de un fiscal general que dijo que los catalanes están abducidos (no es su exactamente su función) y que citó perentoriamente a 712 alcaldes catalanes, los jueces habrían actuado a un ritmo más acorde con sus usos y costumbres. Los jueces de la Audiencia Nacional y los magistrados del Supremo deben ser diligentes, pero tampoco interferir en una campaña electoral cual elefante en una cacharrería. Y han podido hacer -contra su voluntad- de comité electoral de Junts per Catalunya o ERC.

Rajoy dijo el viernes pasado que el 155 es una cosa muy seria y que no se podía haber recurrido a él con precipitación. Tiene razón, pero convocar unas elecciones clave en 55 días y no saber comunicar a otros poderes del Estado que no había que interferir en la campaña porque, entre otras cosas, los delitos no prescriben en 55 días, es poco coherente.

Quizás sea políticamente incorrecto, pero en un relevante asunto de Estado, que no haya la empatía suficiente entre el presidente del Gobierno, el líder de la oposición, el fiscal general y el presidente del Supremo para, sin violar ninguna norma, saber acompasar los tiempos, no es signo de una democracia sana. En Alemania o en Francia lo hemos visto años pasados en casos relevantes, pero incluso menos graves.

Pero el resultado electoral -mayoría absoluta raspada del independentismo, 47,4% de independentistas contra 43,5 de constitucionalistas, y 7,4% de no independentistas y no constitucionalistas (el partido de Ada Colau y Pablo Iglesias), indica que Cataluña sigue fragmentada y dividida. El secesionismo es muy fuerte pero incapaz de avanzar (lleva tres elecciones sin caer ni subir del 47%) y no quiere, o no sabe, repensarse. Pero el constitucionalismo (dividido entre el tinte catalanista y el antinacionalista) es incapaz de una propuesta alternativa positiva (más allá del “no es no”) que les una e interese a una parte de los independentistas. Y un país dividido en dos mitades por cuestiones identitarias y con un peligro económico grave es muy difícil de gobernar. No me imagino a un presidente Puigdemont o Junqueras negociando consensos con Cs. Ni a Inés Arrimadas buscando puntos de encuentro con ERC y dialogando con dirigentes de la ANC.

El cisma catalán quizás está más envenenado. Ignacio Molina, analista del Instituto Elcano, ha publicado datos preocupantes comparando medias electorales del periodo 1980-2010 (30 años) con las recientes elecciones. El nacionalismo catalán (que ha ido radicalizándose hacia el separatismo) apenas experimenta variación en sus apoyos ya que pasa del 47,8% al 47,5%. Por el contrario, el catalanismo no nacionalista (más autogobierno dentro de España) baja del 36% al 21,5%. Pero lo explosivo es que el antinacionalismo (la suma ahora de PP y Cs) avanza del 11,1 al 29,5%. Cuesta imaginar un país próspero y en paz social gobernado por partidos independentistas, con fuertes tensiones entre ellos y que suman el 47%, enfrentado a un bloque antinacionalista del 29,5%. Y parece muy lejano que ese 29,5% antinacionalista pueda llegar a igualar o superar al nacionalismo. ¿Qué tendría que pasar para que eso ocurriera y qué Cataluña tendríamos si llegáramos a dos bloques -nacionalistas y antinacionalistas- totalmente enfrentados?

Por todas estas razones la relación entre Cataluña y España y la evolución interna de Cataluña no generan optimismo para 2018. El 2017 ha sido malo. Por la irresponsable declaración de independencia del 27 de octubre y por el resultado final de unas elecciones, celebradas al amparo del 155, que han confirmado la mayoría absoluta a unos partidos independentistas divididos, sin proyecto y ligeramente a la baja. Y lo menos alentador es que a este resultado electoral se ha llegado, al menos en parte, por la incomprensión de las élites española respecto a Cataluña. Superar la crisis nunca será fácil pero será todavía más difícil si los líderes de la segunda y la tercera fuerza parlamentaria, que juntos suman el 47% del electorado, están en la cárcel o el exilio.

En Cataluña se ha actuado con grave irresponsabilidad. En España creyendo que las leyes y los tribunales servían por si mismos para afrontar un grave problema político. Las dos partes están saliendo perjudicadas.

FUENTE: Columna de Opinión "Confidencias Catalanas" 28.12.2017 - Joan Tapia -  https://blogs.elconfidencial.com - (PULSE AQUÍ)

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