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domingo, 8 de abril de 2018

(España) Yo también hice un máster en la URJC y allí descubrí de qué va todo esto realmente (+Opinión)

Por: Héctor G. Barnés - "Pues creo que voy a hacer otro máster", nos confesó. En mi cabeza, esas palabras sonaron más bien como "creo que voy a pedir otra caña"; tan solo le faltaba añadir "¿os hace a vosotros también?" Así que pensé en responder lo que el cuerpo me pedía: "No, gracias, con uno he tenido más que suficiente". Hay algo en lo que apuntarse a un posgrado se parece a pedir otra ronda: es una opción apañada cuando no sabe qué hacer. ¿Estas en paro y quieres trabajo? Apúntate a un máster. ¿Deseas ascender en tu empresa? Apúntate a un máster. ¿Ansías conocer gente? Apúntate a un máster. ¿Te sobra el dinero? Apúntate a un máster. ¿Estás aburrido? Apúntate a un máster. Vale para todo.

Oír hablar tanto de esta versión hipervitaminada de los Cursos CCC ha despertado en mí sentimientos nostálgicos. Yo también hice un máster —en mi caso, de Formación del Profesorado—, yo también lo cursé en la Rey Juan Carlos, y yo también lo terminé en el año 2012, casualidades de la vida. Por supuesto, yo también pasé por caja, que es lo más importante a la hora de cursar un máster (decir "estudiar" quizá sea un tanto excesivo). Y como yo, muchos de mis amigos y compañeros, la generación que irrumpió al mercado laboral durante la crisis y que, al toparse con el erial laboral, concluyó, azuzada por el 'marketing' universitario y los 'rankings' periodísticos, que el máster era la pieza que nos faltaba para completar el puzle. Con él, se nos abrirían todas las puertas. Luego ya tal, como diría el presidente.

En mi caso, la utilidad del máster ha sido cercana a cero. Ahí está el título, en algún cajón de algún recóndito despacho de la URJC, esperando a ser reclamado. En eso, Cifuentes y yo somos como gemelos separados al nacer: ella dijo que no le había aportado "ningún nivel académico que no tuviera" y yo, que soy un vicioso de la educación, ya tenía mi tesina presentada. Cabe otra posibilidad aún peor, que es el que un máster sí sea útil. Y que, por lo tanto, se convierta en el requisito ineludible para conseguir un empleo, un ascenso o una capacitación, un impuesto revolucionario de la industria educativa en connivencia con el mercado laboral. ¿Quieres ser alguien, chaval? Apoquina 5.000 euros y te convertiremos en quien deseas ser. Además, ejem, te prometemos toda clase de facilidades.

Lo hemos oído cientos de veces: "Una carrera ya no sirve para nada, ahora lo importante es tener un máster". Un discurso que hemos comprado los casi 200.000 españoles que cada año nos matriculamos en uno, una cifra en continuo aumento curso tras curso. Como periodista, conozco bien lo que es: sabemos perfectamente que, salvo contadas excepciones, hay medios en los que uno solo puede trabajar si se ha cursado el máster que la propia empresa oferta en connivencia con la universidad pública de turno. Así que nuestros padres, que a diferencia de nuestros abuelos sí habían podido estudiar una carrera, nos animaron a ir más allá y hacer un máster. Siguiendo dicha lógica, supongo que mis hijos dirán que "un máster no sirve para nada, lo importante es un postdoctorado deluxe 3.0". Y, así, hasta el infinito y más allá.

La locura del solucionismo educativo
El otro día me dieron un folleto en la puerta del metro. En él, un "gran ilustre vidente africano" ofrecía, a cambio de una cantidad a convenir, una solución a "todo tipo de problemas y dificultades por difíciles que sean". A saber: "Cualquier problema matrimonial, recuperar la pareja y atraer a las personas queridas, impotencia sexual, judiciales, quitar hechizos, depresiones y protecciones de vida familiar, mantener puesto de trabajo, atraer cliente" (sic). Esto, que tan hilarante les resultará a muchos, no dista tanto del acto ritual de brujería negra que es apuntarse a un máster, que en los últimos años se ha convertido en el conjuro para conseguir trabajo de lo nuestro, para ascender cuando nos sentimos encallados en nuestra carrera, para reciclarnos cuando nuestro empleo nos aburre. Si no sabes qué hacer, haz un máster.

Como la invocación a los espíritus del más allá para que velen por nosotros se paga cara, alrededor del máster ha surgido una potente industria que expende promesas de futuro a cambio de un buen montante de dinero. A medida que las licenciaturas universitarias se democratizaron, era necesario inventar un nuevo producto que ocupase aquel lugar elitista y nos ayudase a destacar de la masa informe. Por supuesto, hay másteres y másteres, y echando un vistazo a las guías para elegir uno, es fácil ver que el "precio" es un factor clave. En otras palabras, tanto apoquinas, tanto vas a ganar. A nadie se le escapa que un máster se entiende como una inversión, y como tal, la empleabilidad es el término fetiche que se repite para exorcizar el mal de ojo laboral.

En ese contexto, el cliente suele tener la razón, lo que aplicado a un máster viene a querer decir que ya que hemos pagado, mejor que no tengamos que currar mucho, ¿no? Juzgando mi experiencia y la de mis amigos 'masterandos', el pacto táctico consiste en no tener que esforzarse demasiado, aprender lo justo, no protestar demasiado ante la discutible calidad de algunas asignaturas y, a cambio, conseguir el ansiado título y hacer prácticas en la empresa de tus sueños… Porque es la única y exclusiva manera de que se abran sus puertas. El máster como un peaje en el que todo el mundo obtiene lo que quiere y pasa página rápidamente. Al fin y al cabo, a nadie le importa que el tarot no sea una ciencia exacta si nos dice lo que queremos escuchar.

Claro, sospecho que no es lo mismo pagar 90.000 euros por un máster tope gama que 2.000: lo bonito que tienen esta clase de formaciones es que nos recuerdan que, efectivamente, sigue habiendo clases. En mi caso, el Máster de Profesorado era un CAP venido a más, en el que latía la aceptación de que había que pasar unos meses haciendo cursillos un tanto irrelevantes —aprendí muchísimo sobre la idea de nación en la Castilla del siglo XIV gracias a un fantástico profesor que no parecía saber muy bien qué pintaba ahí— y a cambio conseguir lo que todos queríamos, que era básicamente la capacitación oficial para ejercer como profesores. Los alumnos lo sabíamos, los docentes supongo que también y la universidad… bueno, la universidad nos pidió un test de satisfacción al final del año.

¿Cuánto vale una firma?
Los acontecimientos de los últimos días han propiciado un aluvión de mensajes de agraviados comparativamente que lamentan tanto la diferencia de trato como la devaluación de sus títulos. Podría subirme al carro y hacer lo mismo, pero sospecho que estos siempre fueron un espejismo cuyo valor raramente resulta intrínseco: cualquier coincidencia con el valor de la docencia o el aprendizaje del alumno es mera casualidad. Así que quizá no deberíamos preocuparnos y pensar que los másteres seguirán siendo útiles mientras sigan funcionando como pasaportes que uno adquiere con mucho dinero y algo de esfuerzo. Es una industria demasiado grande para caer.

Mientras tanto, millones de jóvenes (y no tan jóvenes) seguirán apuntándose cada año a todos estos novedosos másteres, a cada cual más exótico, muchas veces empeñando los ahorros de los padres que consideran que es el atajo definitivo al ascenso en la escalera social. Sin máster no hay paraíso, y ya sabemos que no hay mejor recurso publicitario que el que promete convertirnos en personas más guapas, más listas, más ricas y con mejores conexiones, y todo eso es lo que se oculta detrás de la mitología de la "empleabilidad". ¿Problemas de impotencia sexual, amor, negocios, suerte, mantener puesto de trabajo, atraer cliente, como decía el pasquín del gurú africano? Nada mejor que hacer un máster. Y, a poder ser, que sea rapidito, fácil e indoloro. Trabajo efectivo, serio y eficaz, discreción y resultado 100% garantizado. Otra ronda, por favor.

FUENTE: Columna de opinión "Tribuna" - HÉCTOR G. BARNÉS - https://blogs.elconfidencial.com - (PULSE AQUÍ)

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