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martes, 5 de junio de 2018

(Panamá) El Chorrillo, 13 cuadras de amargo confinamiento

El rito del funeral lo tiene grabado en la mente el religioso: sacaban al difunto y lo llevaban a los lugares donde él ‘parqueaba', donde jugaba fútbol, le ponían la música que le gustaba. El cortejo de pandilleros salía de Fátima, la iglesia de El Chorrillo, escoltado por 20 atentos a cualquier posibilidad de balacera que se presentara. Al muerto lo paseaban por las calles, le rociaban ron, cerveza y luego lo llevaban al cementerio. ‘Yo tenía que decir palabras de que no hubiera venganza, era un fenómeno importante de patrones de conducta. En Barraza era muy delicado porque desde Patio Pinel, un sitio más alto, cuando iban a enterrarlo tiraban balas, se vivía mucha tensión', rememora el fray Javier Mañas los años más oscuros de El Chorrillo, que se vivieron entre 1990 y 2013.

Aún persiste el código del silencio, algo así como la omertà siciliana, narra el religioso de la Iglesia de Fátima, un hombre de origen español que ha dado más por los niños de este barrio que por su propia familia. Pero en tiempos de balacera, el código era mucho más estricto. Todo mundo sabía de dónde salía la bala, pero nadie decía nada. ‘Imagínate... si alguien hablaba, quedaba muerto. Iban por ti o por tu hijo', señala el religioso.

En diez años, el registro policial indicaba que todos los muertos fueron por proyectil. Últimamente, la violencia se había degenerado al grado que mataban a algún familiar, incluso a la madre del pandillero enemigo, recuerda Fray Javier.

La gente temía salir de sus casas, sellaban las ventanas con bloques para evitar la entrada de balas perdidas. En la Escuela de Fátima, que hoy atiende a más de 600 alumnos, los maestros enseñaban a los niños a tirarse al piso hasta que se recobraba la calma.

Fray Javier narra las misas de cuerpo presente que le tocó oficiar. En todas, los cadáveres eran de muchachos muy jóvenes, adolescentes, algunos con un poquito más de 20 años. ‘Me tocaba tratar de bajar las tensiones, primero tenían el cuerpo en capilla ardiente'.

El Fray Javier, quien dirige la Escuela de Fátima desde hace 15 años, evoca que todo iniciaba con un silencio que alertaba a todo el barrio de lo que estaba por ocurrir. ‘Nosotros resguardábamos bien a los niños, los alejábamos de las paredes. No sabíamos a qué hora, pero todo mundo sabía que ese día se iban a dar bala', dice el religioso.

De los 36 mil habitantes de El Chorrillo, casi todos tienen memorias de la violencia pandillera: manchas de sangre que dejó un muerto en la calle, llevan las cicatrices en su cuerpo, recuerdan los cadáveres tirados sobre el pavimento por más de 24 horas, interminables momentos de pánico, el llanto de dolor de una madre en el eco de los zaguanes, la violencia doméstica... los pasos furtivos del escape inútil de un sentenciado.

Las réplicas de la invasión norteamericana en 1989 desataron recuerdos de más de 20 años de balaceras, que ocurrían a cualquier hora del día o de la noche.

Casi siempre primaba un impasse hasta el momento en que se desataban los estruendos de las armas de fuego con que se hablaban entre pandillas rivales.

EL ‘IMPISABLE'

El Chorrillo continúa siendo un barrio rojo en opinión de gran cantidad de capitalinos. Esto se ha enraizado en la autoestima de sus moradores. ‘Somos los peores'; ‘tan pronto tenga más dinero quiero irme de aquí', dijeron algunos entrevistados. Pero los capitalinos ignoran que en El Chorrillo hay más policías per cápita que en cualquier otro lado de la ciudad: se cuenta un uniformado por cada 120 habitantes. La particularidad es que en un perímetro de 13 cuadras hay 300 agentes preventivos, apostados 24/7 en sitios estratégicos, que vigilan las 15 bandas delincuenciales que aún permanecen activas en este barrio.

Desde que se instaló el programa de la Unidad Preventiva Comunitaria (UPC), en 2013, el crimen se mudó a otras partes: al interior de la república, San Miguelito y otras zonas menos vigiladas.

Pero los núcleos de las pandillas continúan tribalmente enraizados en El Chorrillo.

Los registros disponibles del Sistema de Integración de Estadísticas Criminales indican que en los últimos 15 años, en las 13 cuadras que comprende el barrio ocurrieron 224 asesinatos producto de la rivalidad entre bandas. No obstante, en 2017 ocurrió un solo asesinato; un año antes se registraron 8; en 2015, se reportó uno solo, y en lo que va del año, ninguno.

Al principio fue un shock para las pandillas ver una pareja de uniformados en cada esquina. ‘Había mucha tensión, era una zona muy peligrosa porque las bandas se fortalecían, nadie les puso un alto hasta que se instaló la UPC', dice un policía.

Otro uniformado interviene: ‘las bandas siguen aquí, están usando esto como base del crimen, operan desde aquí simplemente que las cacerías son afuera'. ‘No ha sido fácil estar aquí', reseña un tercer agente.

El barrio intenta dejar atrás la letra escarlata que lleva en el pecho.

CINTA, CORRUPCIÓN Y ESPERANZAS

Cuando los panameños escuchan la palabra Odebrecht, se les viene a la cabeza un carnaval brasileño de coimas y corrupción. Pero cuando se dejan a un lado los prejuicios, se descubre que en la construcción de la Cinta Costera III los chorrilleros fueron grandes protagonistas de esta megaobra del Pacífico panameño. Docenas de pandilleros del barrio El Chorrillo hicieron posible el proyecto desde donde se contempla una exquisita vista a las aguas del Canal de Panamá, y que a su vez, colinda con su barrio. El corregimiento debe su nombre a una vertiente de agua cristalina que bajaba del cerro Ancón, y vertía sobre el Mar del Sur.

Tal vez, ninguno de los pandilleros que colaboró en el vertido de la mezcla que formó las anchas planchas de concreto se detuvo a meditar que esta despejada vía facilitaría su captura en momentos de huida. Hasta el 2014 —cuando se inauguró la obra— se escabullían de la Policía adentrándose en la barrera natural que formaban los manglares que delimitaban el barrio con la playa.

La administración de Ricardo Martinelli (2009-2014) pagó $780 millones a la constructora brasileña por el proyecto. La Contraloría General de la República estima que hubo un sobreprecio de $100 millones. Solo a metros de esta vía se aprecia el panorama sombrío de El Chorrillo. Un contraste lacerante, con docenas de barracas que permanecen milagrosamente de pie ayudadas por palos de madera, hojas oxidadas de zinc y cualquier material de construcción desechado.

El último censo disponible (2010) constató 744 casas condenadas.

La gente convive con las aguas negras que delatan un sistema de drenaje colapsado, y durante la temporada lluviosa —que va de mayo a diciembre— el agua empozada crea inmensos charcos. Los tanques de basura aparecen regados a mitad de calle, o flotando a veces como parte de la inmundicia.

El hacinamiento es otro de los principales males de esta comunidad. Es el germen que origina múltiples problemas sociales: niños hipersexualizados, VIH, algunos casos de tuberculosis, violencia doméstica, niños y jóvenes en riesgo de ser absorbidos por pandillas y de caer en el vicio de la droga y el alcohol, que se consumen libremente en las calles.

La inversión más significativa —en materia sanitaria— con la que se ha beneficiado esta comunidad se realizó en 2014, un proyecto de $7 millones, que consistió en una nueva línea de abastecimiento de agua potable.

Si bien el barrio ha dejado atrás la espiral de violencia, la periferia está llena de problemas producto, no de la naturaleza o idiosincrasia de los muchachos, sino de la estructura social en la que viven y tratan de sobrevivir. Mientras carezcan de educación y empleo, en el futuro serán una presa fácil para las pandillas.



FUENTE: Adelita Coriat - http://laestrella.com.pa - (PULSE AQUÍ)

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