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domingo, 2 de diciembre de 2018

(Francia) París, paisaje después de la batalla

Un Mini descapotable recorre lentamente la calle de servicio de la hermosa avenida Foch. Dentro, una familia burguesa, bien abrigada, bien vestida, saca sus móviles y apunta a los vehículos de lujo calcinados junto a la acera. Solo en estos 50 metros hay cinco. Uno de ellos se saca un selfi y luego giran para continuar su particular safari fotográfico por los resquicios del campo de batalla en el que ayer se convirtieron los alrededores del Arco del Triunfo.

“Mira, un Smart eléctrico. Claro, han ido especialmente a por ese”, dice una señora con abrigo de alpaca y zapatillas deportivas que ha salido a pasear al perro. El chucho husmea entre los hierros retorcidos de lo que queda del minúsculo vehículo y orina sobre una montaña de piedras y adoquines —los proyectiles que ayer volaron durante horas—. El suelo de la calle Traktir, justo haciendo esquina, está literalmente empedrado con ellos y con los casquillos de los botes de gases lacrimógenos.

Hortense Thomine-Desmagueres viene corriendo desde Neuilly, a dos pasos de aquí. Es la 'banlieu', pero no la 'banlieu' que habita nuestro imaginario colectivo, no, sino una prolongación de la elegancia burguesa de los barrios del oeste de París. También se ha parado a fotografiar los restos del naufragio y su rostro es el puro gesto de la incomprensión. “Jamás había visto una cosa así. Tengo una sensación muy extraña, de tristeza y desolación. De fracaso”, confiesa. No está ni a favor ni en contra de los 'chalecos amarillos', los manifestantes que llevan tres semanas protestando por la pérdida de poder adquisitivo, pero teme qué pueda pasar a partir de ahora. Una barrera parece haberse franqueado.

Todo empezó con el precio del combustible, pero pocos hablan ya de eso. Se habla de no llegar a fin de mes. De la Francia capitalina que mira con desdén a la provincia, de los de arriba y los de abajo. El movimiento es amorfo, sin líderes, sin ideología, pero ha conseguido amalgamar un descontento social en el que muchos franceses se ven identificados. “Nos ahogan a impuestos. Este año he pagado 300 euros más de gas. ¡300! Yo lo puedo pagar, me siento privilegiado, pero hay muchas familias que no”. Como muchos otros parisinos, el señor Guerin ha salido con su esposa a ver los restos de la batalla. En la avenida Kléber, frente a un quiosco de prensa del que solo queda la estructura, charlan animadamente con otro vecino. “Nos acabamos de conocer, hemos votado opciones distintas y cada uno somos de nuestro padre y nuestra madre, pero estamos de acuerdo. Lo de ayer era necesario, la gente tiene que despertar, no podemos seguir así. Si no se hubiera montado la que se montó, usted no estaría ahora haciéndonos preguntas”, dice la señora Guerin a esta reportera. “Voté a Macron, y cómo me arrepiento”, confiesa.

Una marabunta pasa justo en ese momento por la avenida. Es el presidente Emmanuel Macron en persona, acompañado del ministro del Interior, Christophe Castaner, y otras autoridades. Acaba de regresar de Buenos Aires, donde ha asistido a la cumbre del G-20, y ha venido directamente del aeropuerto para ver personalmente los destrozos. Una muchedumbre les sigue. Unos abuchean y agitan un chaleco amarillo a modo de bandera. Otros aplauden. “¡Dimisión!”, grita desde la escalera del hotel Península Renaud un jubilado vecino del barrio. A su lado, otros dos vociferan “¡bravo!”, y por unos momentos se crea una pequeña y cívica batalla por ver quién impone más fuerte su mensaje. “Es triste ver París como un campo de batalla, lamentable. Pero es el resultado de años de precariedad”, dice Renaud. Su vecina le interpela: “Pero vivimos en una democracia, las cosas se cambian en el momento de las elecciones, no en la calle. Los daños los pago yo también con mis impuestos”.

La primera visita de Macron ha sido al Arco del Triunfo, donde desde primera hora de la mañana los operarios intentaban borrar los grafitis de ayer. Mientras escenas de auténtica guerrilla urbana incendiaban los alrededores, para muchos el auténtico horror llegó con la profanación del arco con pintadas. Mientras unos chalecos amarillos protegieron la tumba del soldado desconocido, otros forzaron las puertas y llegaron hasta el tejado. A su paso arramblaron con todo, la violencia por la violencia. Algunos salían con bolsas llenas de la tienda de 'souvernirs'. Hoy había que borrar cuanto antes esa vergüenza y devolver la sacralidad a los símbolos republicanos. Los empleados de la limpieza se afanaban con agua a presión en borrar las muestras de la revuelta.

Pocos cristales a pie de calle han sobrevivido incólumes en los alrededores. En la avenida de la Grande Armée, las puertas y ventanales del restaurante La Belle Armée, que ayer fue asaltado e incendiado, hoy estaban cubiertos por paneles. Los violentos reventaron la terraza, prendieron fuego a los muebles dentro del establecimiento y, cuando intervinieron los bomberos y sacaron mesas y sillas, otros hicieron una gran hoguera con el mobiliario. El fuego prendió en el toldo y amenazó con extenderse por todo el edificio. Pimrapas y Ben, dos turistas tailandeses que se alojaban en un apartamento turístico, pasaron mucho miedo. “El dueño del restaurante subió y avisó a todos los vecinos para que saliéramos. Estábamos aterrorizados, pero cuando salimos a la calle la gente nos trató muy bien, nos apartaron y protegieron del fuego”, explica. Hoy han vuelto a recoger su equipaje. Anoche se fueron a dormir al Grand Hyatt.

Excavadoras arrastran los cientos de paneles metálicos de obra que ayer sirvieron de barricadas. Hace rato ya que las máquinas de la limpieza han despejado las principales avenidas. El tráfico se ha restablecido. Circula el metro. Abren los cafés. En el Winston, un elegante restaurante, las familias van a tomar el 'brunch' y bromean con los destrozos. “Menos mal que no dejé el coche ayer aparcado en la calle”, dice un hombre. Carcajada a su alrededor.

Pero la sensación, tanto de unos como de otros, es de que ha sido una batalla, sí. Pero que la guerra no ha terminado. La crisis es grave y desactivarla va a ser complicado. En su bicicleta, Girard pasa por la rotonda del Arco del Triunfo sacando fotos. “Si Macron no escucha, esto va a continuar. Van a tener que sacar al ejército, porque la protesta va a tomar más y más fuerza”, presagia.

FUENTE: Con información de PAULA ROSAS - https://www.elconfidencial.com

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