Las cosas en Colombia, salvo en el corto periodo de la llamada “Revolución en Marcha” de López Pumarejo, nunca han andado bien y la gente siempre ha tenido miles de razones para revirar. La periodista Diana Durán escribió para El Espectador un reportaje que deja al ESMAD en serios aprietos.
Colombia es un país hecho a culatazos y madrazos. Hace unos días recordaba con un periodista que hizo reportería en El Pilón de Valledupar, aquel pasaje de Cien años de soledad en los que un pelotón del ejército entra al pueblo y saca a rastras al doctor Noguera, lo amarran a un árbol de la plaza y lo fusilan sin formula de juicio, y al padre Nicanor -quién trató de impresionar a los militares con el milagro de la levitación- le abrieron la cabeza con un culatazo.
Uno de los graves problemas de Colombia es la militarización de la sociedad. Y no se trata de una militarización de mero despliegue sino de una militarización mental en las que predominan comportamientos propios de los cuarteles y manifestaciones estéticas que se expresan hasta en el corte de cabello que exigen en cierta clase de instituciones educativas. Y todo esto viene de una larga historia en las que la “democracia” ha sido un mero espejismo. Entre 1949 y 1991 el territorio colombiano vivió más de 30 años bajo el Estado de Sitio. De aquellos polvos vienen estos lodos.
Una militarización que se percibe en el lenguaje de una parte de los funcionarios del Estado y en ciertos políticos a los que lo único que les falta es un bolillo en la mano para empezar a repartir garrote entre sus adversarios. “Hay que darle madera” es una expresión muy coloquial que la emplean desde periodistas deportivos hasta hombres y mujeres despechadas. Las FARC, incluso, perdieron simpatizantes cuando entraron en una fase de militarización y sus hombres comenzaron a lucir y hablar como soldados y policías y olvidaron que la disciplina y el talante revolucionario podía ser compatible con cierta informalidad guevarista.
Para trabajar, por ejemplo, en una compañía de seguridad privada hay que posar de gorila enfadado. No es sino ver los rostros malencarados de buena parte de los empleados de seguridad en los centros comerciales o los que se plantan en las puertas de las discos y los bares, para saber con qué bestias vamos a tratar en caso de “algo”. Un chico de melena larga y argollas en las orejas o una chica que luce una tupida cresta verde, tienen escasas probabilidades de trabajar en una empresa de seguridad colombiana. Los porteros en los edificios residenciales unas veces posan de gorilas rabiosos y en otras de lambones en razón de quién oprime el timbre. No hay término medio.
Una cosa es un policía y otra cosa es un “tombo”. Un policía es alguien con uniforme de policía y placa de policía que se parece a tí, habla como tú y busca la manera de darte una mano cuando estás en dificultades. Un “tombo” es un hombre o una mujer con uniforme de policía y placa de policía que se aprovecha de una situación y está pensando en cómo joderte o enviarte a la mierda. Un “tombo”, por ejemplo, reconoció ante la justicia, haber colocado un arma junto al cadáver del grafitero Diego Felipe Becerra muerto a tiros en el norte de Bogotá. Una policía es, por fortuna, Luisa Fernanda Urrea quien no dudó en sacar su teta y dar de mamar y salvar a una bebé abandonada en un muladar de Tuluá.
Colombia parece perfilarse hacía un nuevo tiempo. Un nuevo tiempo del que surge un pregunta sencilla: ¿El ciudadano colombiano necesita “tombos” o necesita policías? Se trata de una revolución cultural que llevará años si al frente del Estado y de sus instituciones se ponen ciudadanos y policías. Por ahora, hay muchos camorristas y “tombos”.
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FUENTE: Yezid Arteta Dávila - http://www.semana.com