Por: Daniel Samper Pizano - Cuentan en los tertuliaderos de Cartagena que un día don Blas de Lezo se hallaba en el mercado de Bazurto cuando, entre los desdichados que desfilaban a diario en busca de una moneda o una limosna en especie, vio un ciego, un paralítico y un marinero sin brazos. Conmovido, el héroe, a quien faltaban un ojo, una pierna y un brazo, repartió entre los menesterosos los doblones que tenía y comentó:
—¡Pobrecillos! Siempre he dicho que es mejor poco que nada.
“Era un hombre con una pierna de palo, el brazo cortado a cercén por debajo del codo y un ojo menos”Benito Pérez Galdós, Trafalgar.
Sabias palabras, don Blas. Mejor poco que nada. Sospecho que es falsa esta historia del gran defensor de Cartagena y los mendigos a los que yo me niego a llamar invidente, asimétrico motriz e impedido manual porque aprendí español leyendo a Cervantes, Galdós y García Márquez. Digo que la anécdota podría ser una fábula de café o acaso una conversación con Juan Gossaín. Pero su moraleja me ha permitido sobrevivir profesionalmente en esta agobiante pandemia. Sí: sufro con el mundo virtual y las comunicaciones telemáticas, pero reconozco que, como decía el valiente vengador vasco, “es mejor poco que nada”.
Déjenme pasar rápida revista a un poco de lo “poco”. En los últimos meses he tenido que asistir, contra mis deseos, a un buen número de conferencias, charlas, lecturas y reuniones desde la pantalla de mi computador. Ya no dependo de mí. Soy rehén —lo dije la semana pasada— de un enjambre de aparatos, condiciones climáticas y servicios ajenos. Estoy saliendo golpeado de estas lides, pero les ha ido peor a otros. He captado palabras gruesas, tramas tramposas y propuestas ilegales en boca de honorables parlamentarios; he atisbado a una dignísima senadora en trance de hornear las fosas nasales. He divisado a señores semidesnudos que circulan detrás de su laboriosa mujer o amantes sorprendidas por la indiscreta cámara del computador; he presenciado el salto de un gato en las pudendas partes de un interlocutor; he oído las órdenes de beneméritos académicos cuando pedían a la esposa que les trajera “un tinto y las goticas”. He tenido que soportar gruesas palabras de quienes creían que el micrófono estaba desconectado; he visto embajadores que asistían a una solemne cita virtual vestidos con chaleco arriba y piyama y pantuflas abajo; he captado alumnos que boicoteaban al profesor mediante ruidos que no se sabe de dónde provenían. Y me ha desconcertado varias veces el inconfundible sonido de la cisterna del inodoro que acababa de soltar el niño de la casa mientras papá o mamá teletrabajaban.
Hoy todo es espectral: las clases, las asambleas, las juntas directivas, las reuniones de antiguos alumnos, las entrevistas para empleos, los conciertos, los actos de graduación, los encuentros amorosos, las misas, las bodas, los entierros… incluso las citas médicas. El martes, por ejemplo, el doctor Pablo G., mi urólogo de, digamos, cabecera, me fijó día y hora para una consulta por internet. Ya había aceptado acudir más tarde a un teleencuentro con un grupo de admiradoras (las tengo, las tengo), pero voy a cancelarlo porque mi torpeza informática es capaz de equivocarse y provocar imborrable huella en mis seguidoras. Ellas también podrían exclamar: “Más vale poco que nada”. ->>Vea más...
FUENTE: Artículo de Opinión – Los Danieles