Por: Catalina Botero - Antes de la Constitución de 1991, mi generación y generaciones un poco mayores usábamos la expresión “hijos del estado de sitio” para referirnos a quienes habíamos nacido y crecido bajo un régimen en el cual el presidente podía fácilmente usurpar las funciones del Congreso y evadir cualquier control judicial para convertir su voluntad en ley.
Durante más de un siglo, el uso constante de los estados de excepción impidió que se fortaleciera la democracia y afectó de manera grave derechos fundamentales como la protesta social, la libertad y a la integridad personal.
Para corregir la desviación crónica e inaceptable que contenía el tristemente célebre artículo 121 de la Constitución de 1886, la de 1991 estableció claros límites al uso de los estados de excepción. La nueva constitución obliga a los órganos estatales a hacer todos los esfuerzos para resolver los gravísimos problemas estructurales del país a través de mecanismos ordinarios y eleva una poderosa barrera contra el oscuro deseo de los presidentes de usurpar funciones del legislador. La figura que le permite al presidente sustituir el Congreso y regular las libertades y derechos de las personas tan solo puede usarse cuando se trata de una situación extraordinariamente grave, sobreviniente e impredecible. La Constitución establece además un límite temporal para el uso de estas facultades. Y excluye algunos asuntos especialmente sensibles del ámbito de acción del presidente cuando se reviste a sí mismo de estas facultades legislativas.
Algunos precandidatos, entre ellos Gustavo Petro, Juan Manuel Galán y David Barguil, han señalado ahora que, de ganar la presidencia, utilizarían los mecanismos extraordinarios o de excepción para afrontar de manera inmediata serios problemas de sectores vulnerables de la población, como el hambre o la inseguridad. Se trata de asuntos que son urgentes y no dan espera, señalaron sus defensores.
Este razonamiento suena muy convincente. Sin embargo, tiene dos graves debilidades. En primer lugar, los mecanismos ordinarios han sido inútiles para combatir la pobreza no por problemas de diseño institucional sino por falta de voluntad política. Si los esfuerzos del gobierno se enfocaran en afrontar esta situación, los mecanismos ordinarios serían sin duda los más idóneos para diseñar remedios estructurales verdaderamente sostenibles.
El segundo inconveniente es que esta propuesta nos devuelve al precipicio constitucional de 1886, por culpa del cual los presidentes (siempre invocando finalidades loables) terminaron debilitando de manera severa la división de poderes y afectando gravemente derechos fundamentales. Y estos no son fórmulas vacías: son la base de cualquier democracia sólida, justa, igualitaria y estable. ->>Vea más...
FUENTE: Artículo de Opinión – Los Danieles