Descubrí a Darío en un seminario que dictó Luis Alberto Sánchez, para los alumnos de los cursos doctorales de la Facultad de Letras, cuando volvió al Perú del exilio, hacia los finales de la dictadura del general Odría, en 1955 o 1956. Era un magnífico profesor; no tan riguroso como Porras Barrenechea, que en sus clases de Fuentes Históricas revelaba siempre los datos de una investigación personal, pero ameno, estimulante, lleno de anécdotas, chismes y comentarios de actualidad que convertían su seminario en una cosa viva, en un ascua intelectual. De sus clases salíamos corriendo a la vieja biblioteca con telarañas de San Marcos a leer los libros que había explicado. Darío fue el poeta del que más versos memoricé en aquellos años de lecturas frenéticas. El poema que más admiro de él, Responso a Verlaine, tuve que leerlo con un diccionario a la mano, para saber qué querían decir “sistro”, “propileo”, “canéforas”, “náyade”, “acanto”, misteriosas palabrejas que sonaban tan bonitas.
Recuerdo una discusión apocalíptica, en París, con el poeta chileno Enrique Lihn, que había publicado en la revista Casa de las Américas un poema espléndido y ferozmente injusto, burlándose de las princesas y los cisnes de Rubén Darío y proponiendo que, armados de trinches y cuchillos, nos comiéramos de una vez por todas al cordero pascual… ->>Vea más...
FUENTE: Artículo de Opinión El País