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martes, 10 de diciembre de 2019

(EE.UU.) Los papeles de Afganistán revelan la realidad de una guerra interminable

El once de septiembre del 2018 fue algo más que el 17º. aniversario del ataque terrorista más mortífero sufrido en la historia de Estados Unidos. Desde ese día, por primera vez podían alistarse en el ejército jóvenes nacidos después de la funesta fecha. Algunos ya están en Afganistán, luchando en una guerra más vieja que ellos. Ningún presidente –ni su impulsor, George W. Bush, ni sus sucesores, Barack Obama y Donald Trump– ha sabido ponerle fin a pesar de que, a la luz de nuevos documentos publicados ayer, desde dentro, hace tiempo que se sabía que no había victoria posible.

“¿Qué estamos intentando hacer aquí? No teníamos ni idea de dónde nos metíamos (…) Si el pueblo americano supiera la magnitud de estas disfuncionalidades, 2.400 vidas perdidas…”, reflexiona Douglas Lute, un general de tres estrellas destinado en Afganistán por Bush y Obama en una entrevista interna, uno de los 400 testimonios que aparecen en las 2.000 páginas de documentos publicados por The Washington Post .

Los escritos revelan hasta qué punto las sucesivas administraciones se han visto desbordadas por el conflicto y lo lejos que Bush y Obama llegaron para edulcorar la realidad sobre el terreno. “Al pueblo americano se le ha mentido constantemente” sobre la marcha de la guerra, afirma John Sopko, el responsable de la agencia federal que llevó a cabo las entrevistas para una auditoria interna. El diario ha tenido acceso al documento gracias a las leyes sobre transparencia después de tres años de batalla judicial. El portal Military Times ha calificado de “bomba” las revelaciones.

Mientras en público los responsables de la guerra daban una visión esperanzadora de la misma, en privado decían cosas muy diferentes. La Casa Blanca vio desde el principio el riesgo de que la misión se eternizara. “Quizás sea un poco impaciente. De hecho sé que lo soy. Pero me preocupa que Irán y Rusia tengan planes para Afganistán y nosotros no”, escribía el vicepresidente Dick Cheney, uno de los arquitectos de la guerra, en una nota a sus asesores y generales de abril del 2006, cuando apenas habían pasado seis meses desde la invasión.

“Nunca vamos a poder sacar a los militares estadounidenses de Afganistán si no nos aseguramos de que hay algo que produce estabilidad”, alertó, quejándose de la tardanza del plan sobre el futuro para el país. “¡Ayuda!”, termina la nota de Cheney, obtenida por el Post a través de otro proceso. Por esas fechas, Bush aseguraba a la opinión pública que no repetiría los errores de otros países en Afganistán.

La vieja impresión de que Washington no sabía qué hacía ahí queda reafirmada por testimonios como el de un funcionario del Departamento de Estado: “Nuestra política de crear un gobierno central fuerte era idiota”; Afganistán, un país tribal, no tiene tradición de esos modelos y harían falta “unos cien años” para llegar ahí, “un tiempo que no teníamos”. Las prisas por obtener resultados llevaron a Washington a inyectar enormes cantidades de dinero en el paupérrimo país. Incapaz de absorberlo, los dólares americanos acabaron generando más corrupción, opina un ejecutivo de la Agencia de Desarrollo Internacional. Para el coronel Christopher Kolenda, el presidente Hamid Karzai convirtió el gobierno en una “cleptocracia organizada”. Esta situación, opina otra fuente, minó su credibilidad a ojos de muchos afganos, que volvieron a brazos de los talibanes, lo que explica que pronto se empezara a perder territorio.

Obama llegó a la Casa Blanca decidido a poner fin a la guerra pero la mala situación sobre el terreno le llevó a seguir los consejos del Pentágono y enviar otros 30.000 soldados en el 2009. De acuerdo con un asesor del Consejo de Seguridad Nacional, tanto la Casa Blanca como el Pentágono rápidamente les presionaron para ofrecer datos de que la estrategia estaba funcionando. Lo intentaron fijándose en la cifra de tropas afganas entrenadas, los niveles de violencia, el control del territorio… Pero “era imposible”, dijo este funcionario a los entrevistadores del gobierno. “La métrica fue manipulada siempre durante toda la guerra”, aseguró.

La publicación de los documentos se produce justamente cuando el Gobierno estadounidense y los talibanes han reanudado las negociaciones de paz en Doha, interrumpidas abruptamente en septiembre, cuando Trump ya contaba con llevarlos a Camp David –un plan muy criticado por sus socios republicanos, por el aspecto casi sagrado del lugar– para sellar el fin del conflicto. A estas alturas no es ningún secreto que las cosas no han salido como se esperaba tras el 11-S: nunca EE.UU. ha controlado tan poco territorio como ahora en Afganistán.

Desde el 2014 son las fuerzas del ejército afgano quienes han asumido las tareas de combate. La extremadamente alta cifra de bajas afganas registradas desde entonces (50.000 frente a unas 2.400 estadounidenses en 18 años) se entiende mejor leyendo las opiniones de los militares del Pentágono sobre su nivel de formación, nada que ver con los esperanzadores mensajes que se lanzaban desde Washington y la OTAN. “Horrible”, “lo más bajo de un país que ya está en lo más bajo”... Muchos eran “soldados fantasmas”, que cobraban del ejército de EE.UU. sin trabajar. Al menos un tercio de los policías reclutados eran “o bien talibanes o bien drogadictos”, afirma un militar.

El Washington Post compara la magnitud de las revelaciones con los papeles del Pentágono , la filtración de documentos sobre la guerra de Vietnam que forzó al gobierno a acabar con la guerra. La actitud de la opinión pública hacia esta contienda ha sido mucho más pasiva. Aunque dura ya casi dos décadas, más que el tiempo que Washington estuvo implicado en el conflicto del sudeste asiático, Afganistán es una tragedia silenciosa que se ha cobrado, ante todo, bajas civiles afganas (unas 38.000 víctimas mortales). El desastre es también financiero. Sin contar el dinero que se ha dejado la CIA o el Departamento de Veteranos en atención médica, un estudio de Brown University estima que la guerra ha costado entre 934.000 y 978.000 millones de dólares.

FUENTE: Con información de BEATRIZ NAVARRO - La Vanguardia

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