Nacido en una comunidad granjera perdida en las planicies de Minnesota, a sus 22 años Eriksson fue reclutado por el ejército para ir a la guerra en Indochina. En octubre de 1966, a pocas semanas de su llegada a Vietnam, el comandante del pelotón asignó a Eriksson, junto con otros cuatro soldados, una misión de reconocimiento en territorio enemigo; el sargento Tony Meserve lideraría el grupo. Para ese entonces, el día a día del conflicto, lleno de violencia desenfrenada, de testosterona y de un amplio manto de impunidad, corrompía las conciencias de los soldados americanos, los volvía sádicos y delirantes —según le confesó Eriksson al reportero Lang.
El sargento Meserve, que con 20 años era el más joven pero el más experimentado del grupo, reunió a sus compañeros, les explicó el plan de acción y luego les prometió que sería una misión “divertida”: él se aseguraría de conseguirles una joven vietnamita para levantar “la moral del equipo”. Ninguno supo si se trataba de un chiste, pero la reunión terminó y todos fueron a preparar el armamento y las raciones que necesitarían para el recorrido de cinco días.
Al día siguiente, los cinco partieron de la base, sobre el valle de Bong Son, y el sargento Meserve los desvío hacia el caserío de Cat Tuong. Allí, ante la mirada incrédula de Eriksson, los otros cuatro soldados revisaron casa por casa hasta encontrar una joven nativa de unos 20 años, Phan Thi Mao, a quien amarraron y se llevaron pese a las súplicas de su madre y de su hermana. Sin asomo de compasión, los marines mantuvieron secuestrada a la joven durante un día entero, la violaron y la humillaron y, finalmente, la asesinaron por miedo a dejar un cabo suelto que pudiera inculparlos. El reportaje de Lang, desapegado y preciso, revuelve el estómago.
Arruinado por haber sido incapaz de salvar a Mao, Eriksson delató a sus compañeros y procuró convencerse de que haber coincidido con cuatro desgraciados capaces de cometer semejante atrocidad era producto de su mala suerte. Sin embargo, su pretensión de justicia lo convirtió en un paria del estamento militar. Al emprender una lucha solitaria contra un sistema que premia el silencio, Eriksson comprendió que cualquier grupo de soldados hubiera podido incurrir en un acto similar y, de hecho, muchos lo hicieron.
Los crímenes atroces encuentran asidero en conflictos desbordados, en contextos que los permiten y los fomentan, en sistemas judiciales que sugieren la impunidad, donde reina la solidaridad de cuerpo y la doctrina jerárquica de “obediencia debida”, donde se menoscaba el valor de la vida y se deshumaniza al enemigo y al diferente. Así, la violencia sexual cabe cómodamente dentro de la lógica de la ocupación militar, bien sea en Polonia, en Vietnam, en Bosnia, Irak o en Colombia.
Como si se tratase de una recreación fidedigna del impactante recuento de Lang en The New Yorker, la semana pasada, una patrulla del ejército colombiano secuestró y violó a una niña indígena durante una misión militar al occidente del país. La noticia encabezó los noticieros nacionales y causó indignación: la pequeña tiene 13 años, sus victimarios son siete soldados (de entre 18 y 21 años) y la escena de horror ocurrió en un paraje boscoso del resguardo Embera Dito Dokabú, en las montañas de la provincia de Risaralda. La w era kau — niña en lengua embera— fue encontrada por miembros de su comunidad al borde de una quebrada, sola y desorientada, 15 horas después de haber sido raptada por los militares. ->>Vea más...
FUENTE: Artículo de Opinión - Vice