Allí estaban los que tenían que estar. La biografía de Alfonso López Pumarejo en Credencial Historia destaca que “era clubman, sibarita y tertuliano de profesión”. Un expresidente conservador señaló que “el Gun Club ha sido testigo de excepción de los acontecimientos sociales y políticos más importantes”. Y no estaban los que no debían estar. Es famoso, y algunos aún lo celebran, el infamante veto o bola negra con que el Jockey repudió a Jorge Eliécer Gaitán cuando pretendió hacerse socio de la casa.
La guerra entre godos y liberales era menos dura en los clubes que en el campo y las alianzas se sellaban mientras el portero atajaba cortésmente a las esposas que pretendían entrar en horas impertinentes o a salones inadecuados. Que, de hecho, eran casi todos los de estas instituciones machistas y clasistas. En tiempos en que Carlos Lleras Restrepo prohibió a los liberales que dirigieran la palabra a los conservadores, los clubes fueron una especie de Caguán donde el ucase no regía.
Muchos pactos cuajaron bajo las tiesas cabezas de venado del salón de cacería y muchos amaños se sudaron en los baños turcos. En esa época, hace cuarenta o setenta años, eran más importantes los contactos con otros socios que con la gente de la calle. Para esto último estaba el campo de tejo Villamil: un par de fotos en mangas de camisa y manos en el tejo bastaban para mostrar la voluntad popular del líder. En los clubes de los cachacos finos se cortaba el ponqué nacional y en clubes de otras ciudades las empanadas locales. Los campestres y deportivos eran escenario de cosas menores: campeonatos, bailoteos sabatinos, tés de señoras, tímidos adulterios… Lo grande pasaba en la calle 15, una cuadra arriba de la carrera séptima, o en la 16, una abajo. Los partidos políticos tenían importancia en aquella época y sus caudillos sabían que el foco de acuerdos y componendas habitaba en las alfombradas sedes. El poder nacía de unos tragos en el Jockey o en el Gun. ->>Vea más...