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domingo, 14 de febrero de 2021

(Colombia) Terrores y milagros del migrante (+Opinión)

Por: Laura Restrepo -
Yo los he visto. A los que emprenden el Gran Viaje, los he visto. Vienen subiendo, y son miles: hacen parte de la migración que empieza en el origen de los tiempos y se pierde hacia adelante. Porque la humanidad va en camino, en un planeta donde lo que fluye es permanente, y lo sedentario no es más que espejismo.
Lo compruebas en la frontera colombo-venezolana, donde la fila interminable busca un lugar donde la vida sea posible. Y también a orillas del Mediterráneo, ahora llamado mar de la muerte por los miles de migrantes que se ahogan en él. Lo compruebas en Adén, al ver cómo el Cuerno de África cruza el golfo y viene subiendo. Y en el metro de Berlín, donde grupos de muchachos turcos se protegen del odio blanco. Y en el campamento incendiado de Moira, en Grecia, donde las familias sirias son retenidas tras alambradas, como en cárcel.

He visto mujeres que no se arredran pese a saber que muchas morirán en el trayecto y que otras tendrán que dejar enterrados a sus hijos. Pero su decisión está tomada y no se detendrán hasta llegar, cueste lo que cueste, sea como sea, en pateras, en camiones, en aquel tren al que llaman la bestia, a lomo de mula o a pie descalzo, mendigando en las ciudades, pasando por lo peor y esperando lo mejor. Porque dice John Steinbeck que a la gente que anda huyendo del terror (…) le suceden cosas extrañas, algunas crueles y otras que les vuelven a encender la fe.

A los desterrados por violencia interna pude escucharlos. Sucedió en las goteras de Barrancabermeja, nuestra ciudad petrolera y selvática, cuando de amanecida me despertó el trasiego de latones y el martillar de tablas y cartones con que los recién llegados alzan viviendas provisionales que les permiten hacer un alto y darse un descanso en medio de su viaje de muchas partidas y ninguna llegada. Allá escuché su trajinar, y supe que a medida que avanzara el día, los ranchos que irían levantando cada vez más arriba en la montaña se harían más y más endebles, casi inmateriales, y al llegar la noche parecerían construidos en el aire, hechos de solo anhelo, de puro martillar.

También los he visto reírse y jugar. Fue en las cercanías de Tijuana, sobre la línea electrificada que rompe a América en dos, donde Trump pretendía construir su muro de la infamia. Allí vi un grupo de niños de barriada que tienen por deporte cruzar la frontera por un hueco de topo, sin papeles de identificación y con una pelota de fútbol bajo el brazo, solo para echarse un partidito del lado gringo y enseguida regresar a casa del lado mexicano, desafiando la violencia de los Border Patrols, y el racismo asesino de los Minute Men, y el supremacismo de los Proud Boys, y las jaulas donde encierran a los niños para separarlos de sus padres. Me enamoró la irreverencia juguetona de estos chicos de Tijuana, que me permitieron ver el drama de los migrantes indocumentados con nuevos ojos: ya no solo como crisis humanitaria, que desde luego lo es: la peor tragedia humanitaria del mundo contemporáneo. Pero no es solo eso. También es desafío, agallas, picardía, voluntad de vida y vocación de dignidad. Aquellos niños me mostraron que el viaje podía ser una aventura retadora, y que el viajero era capaz de traspasar los límites con tal de burlar esa imposición brutal que les impide a los humanos circular por su planeta, dividiéndolos con retenes y con leyes en seres de primera y seres desechables.

También es capaz el viajero de desafiar el hambre y la guerra que lo arrancan del lugar donde su vida tiene significado y su persona goza de respeto, y donde puede enseñarles a sus hijos un arraigo y una lengua, y celebrar los acontecimientos de su historia y venerar las tumbas de sus mayores. ->>Vea más...
 
FUENTE: Artículo de Opinión – Los Danieles

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