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sábado, 21 de marzo de 2020

(Colombia) Cuarentena en la calle

Por DIANA LÓPEZ ZULETA:

“Lo importante no es mantenerse vivo sino mantenerse humano”. George Orwell

La ciudad, tan estridente otras veces en plena tarde, comenzaba a sentirse sola y despejada de los pitos de los carros y los murmullos de la gente. Había comprado carnes y verduras para estos cuatro días de obligatorio aislamiento y, antes de regresar a la casa, pasé por la peluquería donde suelo arreglarme las uñas.

“No he tenido clientes en toda la semana”, me dijo la manicurista. Y, a renglón seguido, comenzamos a quejarnos de la impaciente situación del país con el coronavirus. “Si yo no tengo clientes no como, y tampoco tendré cómo pagar el arriendo del local”, me dijo.

Pensaba en los viajes pospuestos, las citas médicas urgentes que dejaron de serlo, mi libro —próximo a salir— que quizá no pueda estar en librerías, mi cuenta del banco sin fondos, la soledad bogotana, la ansiedad que ya no podía calmar con la psicóloga. Todo lo que creía importante parecía egoísta, ínfimo y distante comparado con la situación de los demás.

No podíamos dejar de comentar la crisis económica desde nuestros lugares: ella, como emprendedora de un negocio que podía arruinarse, y yo, como periodista.

Me preparaba para despedirme cuando aparecieron por el umbral de la puerta un habitante de calle entrado en años y su hijo, un niño de baja estatura, vestido con una camiseta raída y con una visible alergia en el rostro. Ella los conocía porque recogían basura en ese sector. Eran cerca de las cinco de la tarde.

Aunque no se veía desnutrido, me sorprendió saber que el niño tenía once años pero su estatura parecía ser la de uno de ocho o menos. El habitante de calle, con voz entrecortada, prorrumpió en lamentos por la imposibilidad de tener al niño durante los días de “toque de queda”. Ellos no solo vivían en la calle, sino que vivían de ella: de los restos de comida, de la caridad, de lo que podían conseguir con su trabajo. Dada la prohibición de salir para evitar la propagación del virus, si él se quedaba con el niño —explicaba temeroso—, podían quitárselo. Necesitaba que ella, la manicurista, lo alojara durante los siguientes días.

La cuarentena, que para los demás significa estar en sus casas, para ellos implica dejar de comer y, quizá, de existir.

Miré al piso y sentí infinita vergüenza por anteponer mis intereses, preocupaciones y planes personales sobre el de ellos.

Ella aceptó llevárselo: le compró ropa, interiores y zapatos. La mamá del niño había fallecido y después él había estado al cuidado de una tía que lo maltrataba. Su papá lo buscó y desde entonces vivían en la calle.

En una sociedad observar hacia sí mismos debe ser, necesariamente, mirar al otro. Nuestras historias y dolores no son nada comparados con los de las personas que son absolutamente desdichadas desde que nacen. ¿Cómo no pensar en ellos, los que sobreviven al día? ¿Cómo podemos estar tranquilos si sabemos que no tendrán cómo comer? ¿Estamos tan alineados, y sin conciencia, que no vemos el sufrimiento del otro?

Los vendedores ambulantes suelen vivir en habitaciones que pagan por día y, al no poder salir a la calle a trabajar tampoco tendrán sustento. En Bogotá hay albergues y hogares de paso para habitantes de calle pero el amontonamiento de ellos en esos lugares va, por sí mismo, contra las medidas de distanciamiento.

Si el gobierno no asume la responsabilidad social de las personas que no tienen casas ni recursos, se convertirán en fuentes de propagación del virus, lo cual afectará a toda la población. Nosotros como ciudadanos tenemos que asumir la responsabilidad, no por evitar la propagación del virus, sino porque parte de nuestra humanidad radica en ayudar al otro.

FUENTE: Artículo de Opinión - La Nueva Prensa

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