Todo lo he leído en un libro que acaba de publicarse, Lo que no borró el desierto (Planeta), de la periodista colombiana Diana López Zuleta. Diana tiene ahora 33 años; cuando tenía 10, su padre, Luis López Peralta, concejal de Barrancas, fue asesinado de un balazo por unos sicarios. El alcalde, Kiko Gómez, clamó que le habían matado a su mejor amigo y llevó el féretro. Apenas 10 días después todo el pueblo, deudos incluidos, sabía que era él quien había ordenado el asesinato. A decir verdad, no se ocultaba mucho (Luis López le había denunciado por corrupto: de ahí su ejecución). Era el año 1997 y comenzaba la etapa más atroz del sucio enfrentamiento entre la guerrilla y los paramilitares, con quienes Kiko Gómez colaboraba. Un tiempo de pena y plomo con miles de asesinatos y cientos de miles de desplazados.
El conmovedor libro de Diana retrata un mundo raro y extremo. Y lo que más me ha chocado es que todo esto sea tan reciente. Que la culta y sofisticada Colombia que también existe tenga estas trastiendas ancestrales que parecen sacadas del furibundo Viejo Testamento. Se trata de una sociedad tremendamente machista en la que los hombres suelen estar con varias mujeres a la vez (Luis López, por ejemplo, tuvo ocho hijos de cinco madres), y con un nivel de violencia tan elevado que todos van armados y tiran de gatillo con pasmosa facilidad. Diana, que escribe un texto terso y limpio, casi inocente, cuenta con toda naturalidad esto de su padre: “En 1990, en una reunión de amigos, discutió con uno de ellos mientras tomaban. El amigo salió a buscar un arma y regresó dándole plomo. Mi papá resultó herido en ambas piernas, pero se defendió y le disparó también. El agresor quedó lesionado”. Cuando la gente cree que puede tomarse la justicia por su mano desaparece el Estado (que se lo piensen un poco los partidarios de las armas). Sin duda todo el horror que cayó después sobre La Guajira creció como un moho sobre ese terreno tan bien abonado. ->>Vea más...
FUENTE: Artículo de Opinión - El País