Por: Maryluz Vallejo - La inadmisión al país de un argentino defensor de los derechos humanos durante el reciente paro nacional, así como las expulsiones de un diplomático cubano y dos rusos ocurridas en meses recientes, son la punta del iceberg en el helado bloque anticomunista que países tropicales como Colombia heredaron de la Guerra Fría.
A largo de los últimos 250 años Colombia ha sido un país expulsor de extranjeros. En el siglo XVIII el coco eran los sacerdotes jesuitas. Después ha cambiado de nombre: de los discípulos de san Ignacio de Loyola pasamos a los enemigos políticos internos, los vecinos, los “rojos” (comunistas, anarquistas, judíos y masones), los castrochavistas, cubanos y rusos.
Según el siguiente informe especialmente preparado para Los Danieles, las presas favoritas de los cien años más recientes han sido líderes izquierdistas, periodistas e intelectuales y, por supuesto, diplomáticos de países incómodos. Los periodistas parecen activar sin mayores contemplaciones el mecanismo de expulsión. Tanto es así, que en dos ocasiones gobiernos relativamente recientes (1973 y 1976) quisieron echar del país a corresponsales de agencias de noticias que resultaron ser colombianos.
Es posible afirmar que Colombia ha desterrado a cientos, quizás a miles de extranjeros por causa de la política, la religión, el Código Penal o las leyes migratorias, sin que falten las víctimas de arbitrariedades y de la xenofobia pura y dura. En algunos casos, la expulsión provoca temblores internacionales y prácticamente en todos deja trastornos personales y dramas familiares.
Los pocos estudios que abordan episodios de expulsados en Colombia se refieren principalmente a “extranjeros perniciosos” acusados de delitos de contrabando, pillaje, trata de personas, prostitución, o a ciudadanos indeseables por su raza, nacionalidad o religión. Se ocupan menos de quienes fueron expulsados por atentar contra el orden y la seguridad nacional, o sea, por razones ideológicas. Los libros de historia patria se encargan de relatar las expulsiones de los jesuitas en tiempos coloniales (1767) y republicanos (1850), pero callan hechos más cercanos y políticamente incorrectos.
Un régimen distinto aunque igualmente cruel esperaba a los colombianos de clase trabajadora que perdían una guerra o fracasaban en una revuelta. Estos eran desterrados al África o a las feroces selvas de Panamá, entonces parte de Colombia, de donde pocos volvían. Así ocurrió, por ejemplo, con muchos de los comuneros que se rebelaron contra las autoridades coloniales en 1781 y con trescientos artesanos que apoyaron un fugaz golpe de Estado en 1854, y acabaron sus días en el istmo.
La legislación más acotada sobre expulsiones es de 1888, que facultaba al gobierno para expulsar del territorio nacional a todo extranjero que interviniera en la política del país o fuera una amenaza para la estabilidad nacional. En el periodo de la Regeneración de Rafael Núñez y compañía, el destierro fue el castigo divino para los librepensadores de la oposición, que antes pasaban por las mazmorras del Panóptico y las bóvedas de Cartagena. Así Colombia perdió al caricaturista mayor Alfredo Greñas y Costa Rica ganó al que sería el padre del periodismo en ese país. Menos afortunado fue el expresidente liberal radical Santiago Pérez Manosalva, que terminó su vida en Paris con afugias y aguaceros tras ser desterrado en 1895 por el vicepresidente Miguel Antonio Caro.
Luego, la ley de 1920 sobre inmigración y extranjería prohibió la llegada de ciertos inmigrantes y estableció las razones para expulsarlos. Ahí cabían los comunistas que pulularon en el mundo después del triunfo de la revolución bolchevique.
Hace cien años
A comienzos de los años veinte, el caso del ruso Silvestre Savinsky quedó sonando como los timbres del poeta Luis Vidales. Ellos dos, junto con el cronista Luis Tejada, crearon en 1924 el primer grupúsculo comunista en el país en una especie de ceremonia masónica presidida por el ruso. La tintorería de Savinsky se volvió base de operaciones del grupo. Aunque el ruso no tenía formación marxista, les traducía los periódicos que recibía de su país y así fue como terminó traduciendo el manifiesto de la Internacional Comunista con sus 21 puntos, del que sacaron diez mil copias para distribuir entre los simpatizantes de la causa, algunas de las cuales recogió la policía.
Silvestre se radicó en Bogotá en 1921 después de haber sido oficial del Ejército Rojo y de haber vivido por corto tiempo en Ecuador y Panamá. Fue detenido el 5 de junio de 1925, en medio del Segundo Congreso Obrero, acusado de preparar una conspiración. Al día siguiente, El Tiempo publicó una amena crónica de Alberto Lleras Camargo titulada “Memorias de un conspirador”, en la que hace guasa del estatus peligroso que le atribuye la policía secreta por haber aparecido en una lista de comunistas locales incautada a Silvestre.
Según María Tila Uribe (hija del líder del Partido Socialista Revolucionario Tomás Uribe Márquez), la expulsión del ruso fue muy sentida por el carisma que proyectaba el personaje. A sus camaradas legó la tintorería de la calle 19, y ellos empapelaron la ciudad con carteles del congreso obrero donde protestaban por el inmigrante expulsado.
Después de Savinsky fueron expulsados otros dos promotores de movimientos sociales y obreros: Evangelista Priftis y Vicente Adamo. El griego Priftis, sastre y comerciante, fue expulsado por agitar la huelga de los bogas del río Magdalena y por otras actividades subversivas que ya le habían costado detenciones. El italiano Vicente Adamo, que vivió en varios países centroamericanos antes de radicarse en Colombia, fundó en Montería la Sociedad de Obreros y Artesanos y se erigió en líder de los campesinos del Sinú. En vísperas del Tercer Congreso Obrero, en 1927, fue llevado a prisión y no pudieron ayudarlo ni sus camaradas ni su compañera de luchas, Juana Julia Guzmán.
En el gobierno de Pedro Nel Ospina (1922-1926) aumentó la vigilancia de los extranjeros que podían tener vínculos con el anarquismo o el comunismo, según el periodista e historiador José Fernando Hoyos. Lo que no sabían los extranjeros es que, por órdenes de Departamento de Estado de Washington, la policía reportaba sus pasos y pisadas hasta que recibía la orden superior de expulsarlos.
En el último gobierno de la hegemonía conservadora, el de Abadía Méndez (1926-1930), con la llamada Ley Heroica o Ley Anticomunista se instauró la expulsión de los extranjeros que difundieran doctrinas subversivas del orden público o interfirieran en los asuntos de política interna.
Esta política de mano dura contra los extranjeros le resultó útil al primer mandatario de la República Liberal Enrique Olaya Herrera (1930-1934) cuando se incrementó la protesta social alentada por el naciente Partido Comunista. En medio de las sospechas de infiltración comunista, la prefectura de seguridad ordenó la requisa de todos los extranjeros que ingresaran al país y medidas de severa vigilancia para los sospechosos.
Un espía caballero
En vísperas de la firma del Protocolo de Río (mayo de 1934), con el que Colombia y Perú sellarían la paz después del conflicto fronterizo, la policía secreta descubrió una red de espionaje peruana manejada por el inglés J.B. Nightingale (el mismo apellido de la legendaria fundadora de la enfermería) y Accolti-Gil, comerciante de origen italiano, ambos nacionalizados en Perú. El primero, que entró a Colombia por Buenaventura dos meses atrás, se identificó como representante de casas aseguradoras inglesas. En realidad era un espía. A su salida de Cali dejó descuidados en el hotel documentos que lo comprometieron con el prefecto de seguridad del Perú, al que le reportaba información sobre armamento y bases militares. Fue capturado en Cachipay y trasladado a Bogotá, donde permaneció detenido mientras se adelantaban los trámites de expulsión.
Es curiosa la manera como lo presenta el corresponsal de El Tiempo: “El señor es un completo gentleman. Hombre de mundo perteneciente a la sociedad limeña, de agradable trato, exquisita conversación e insinuante apostura, tenía un campo muy extenso para sus actividades de espionaje (¡!)”. Aclaró el repórter que el inglés fue tratado con exquisita cortesía por parte del detectivismo, como para no afectar el buen clima diplomático.
En cambio, el cronista calificó a Accolti-Gil de astuto agente del gobierno peruano que fingió ser simpatizante de la causa colombiana. La policía secreta lo vigiló desde que llegó a Cali y luego en Bogotá allanaron su habitación de hotel donde encontraron documentos sospechosos. Pocos días después de la detención, el comerciante desmintió los informes divulgados por la prensa. Se declaró víctima de un error del detectivismo porque ni siquiera tenía nacionalidad peruana ni conocía al compinche inglés. Al parecer, a la policía le parecieron sospechosos los telegramas que envió a su esposa, química vinculada a una empresa farmacéutica, y a otros clientes de Lima.
Y si los comerciantes eran perseguidos por la policía, ni qué decir de los sindicalistas. Fue el caso de Nicolás Gutarra, líder de la Liga de Inquilinos de Barranquilla, expulsado del país en mayo de 1934 por considerársele un extranjero “pernicioso”. El italiano Leonardo Macelli, secretario de la Unión Sindical Soviética, también fue expulsado en esas calendas por agitar a las masas y promover la huelga de zapateros ocurrida en Cali ese año.
Y los liberales, más
Contra lo que se piensa, los gobiernos liberales fueron más estrictos con los extranjeros que los conservadores. Según el citado José Fernando Hoyos, en el mandato de Olaya Herrera (1930-1934) fueron expulsados más extranjeros que durante toda la hegemonía conservadora. A su turno, el profesor Luis López de Mesa, canciller de Eduardo Santos, se destacó por su enconado antisemitismo.
El decreto 804 de la Ley 29 de 1936 amplió las causales de expulsión de extranjeros “indeseables”. Pero no le pareció suficiente al senador Felipe Lleras Camargo, quien en 1938 presentó un proyecto de ley para que cualquier extranjero que hablase en pro o en contra de determinadas ideas políticas o sistemas de gobierno fuera expulsado del país en el término de 48 horas. Según un comentarista de la Revista Javeriana, “el senador no buscaba tanto la salida inmediata de los agitadores extranjeros subvencionados por Rusia, sino la expulsión del señor Ginés de Albareda, enviado del generalísimo Franco”. El proyecto naufragó, pero dejó en claro que los fascismos europeos también causaban pánico en la antigua colonia española.
Ante una norma tan ambigua y aplicable a conveniencia, cualquiera podía ser víctima de una calumnia que el detectivismo criollo acogía con entusiasmo. Bajo una acusación calumniosa de componendas políticas fue expulsado del país durante el gobierno de Olaya el judío ruso Juan Jaroso, presidente del Centro Israelita de Bogotá, que había llegado procedente de Chile años atrás. Del hecho solo quedó registro sin fecha en el libro de memorias de Simón Guberek, inmigrante polaco, quien lamentó la injusticia cometida contra un ciudadano tan apreciado por la comunidad. Según Azriel Bibliowicz, Joroso terminó en Ecuador y no dejó descendencia ni rastro en Colombia.
Si bien el jefe conservador Laureano Gómez fue un acerbo antisemita y simpatizante del Eje nazi, la persecución a los judíos se inició bajo las banderas liberales de Olaya con la específica acusación de trata de blancas. Acusado de este cargo se investigó en febrero de 1934 a Salomón Polinatski, aunque El Tiempo tuvo que rectificar después la información porque Polinatski era una persona honorable que no estaba involucrada en ningún tráfico ilegal. Su único delito era haber ingresado al país de forma clandestina, según aclaró el director de la oficina de extranjeros.
Judíos, comunistas e indeseables
Cuatro años después, en junio de 1938, se publicó una noticia bomba relacionada con una supuesta red de tráfico de judíos en Colombia, que entraba unos 200 inmigrantes ilegales cada mes. La investigación la adelantó el juez Arturo Vallejo Sánchez, quien de tiempo atrás tenía a la comunidad entre ojos. Hubo orden de captura contra dos destacadas personalidades de la colonia hebrea en Bogotá: Jaime Faimboim y Luis Zserer.
El primero era representante del Comité Hebreo de París encargado de la radicación de judíos en el mundo, además de ser editor de Nuestra Tribuna, la revista donde se debatían los temas de interés de la colonia. Faimboim fue desde esta tribuna periodística el principal defensor de sus correligionarios en Colombia y quizás por ello se volvió chivo expiatorio de las campañas antisemitas. Después de varios días de cautiverio fue dejado en libertad condicional bajo fianza (500 pesos) hasta que concluyera el trámite de expulsión. Aunque en los archivos de la comunidad no hay registro del episodio, Faimboim sí dejó familia en Colombia.
El segundo, de origen polaco, llevaba diez años en el país y fue presentado como el responsable de sobornar a las autoridades portuarias y fronterizas. Según los informes de policía, hizo una pequeña fortuna con actividades ilícitas como el agiotaje. Lo acusaron de apropiarse de los depósitos que dejaban los inmigrantes en el contrabando humano.
En 1938 se ampliaron las restricciones para inmigrantes indeseables. Y aunque el gobierno de Alfonso López Pumarejo (1934-1938) insistía en que no era su propósito emprender una campaña racista ni evitar que ciudadanos extranjeros se establecieran en el país, la política estaba enfocada en los judíos. La dirección general de la policía ordenó a todos los extranjeros presentarse en los siguientes dos meses con sus documentos en regla en las secciones de extranjería de todas las capitales. Quienes no lo hicieran y tuvieran las cédulas vencidas podrían ser expulsados.
Cambiando de nacionalidad, en enero de 1938 fue expulsado el agitador comunista yugoeslavo Jack Lavick Vojkovich. Al ingresar al país se presentó como turista y explorador, pero una vez admitido y en su condición de sociólogo, dictó 17 conferencias en sindicatos de Bogotá. Cuando la Confederación Sindical pidió permiso al Gobierno para que Lavick pudiera asistir al congreso de Cali, las autoridades lo obligaron a cruzar la frontera con Ecuador.
La descripción del susodicho que hizo el corresponsal de El Tiempo no tiene desperdicio: “Con su paso de andar anarquista, su camiseta de oficiante en las falanges revolucionarias y un ligero maletín de viaje, llegó al país cualquier día de fin de año, por la Costa, proveniente de Panamá”.
En plena II Guerra Mundial, 1941, Colombia ordenó, como simpatizante de los países aliados, la suspensión de las cartas de naturaleza de los extranjeros nacionalizados comprometidos en actos contrarios al orden público, según relatan Silvia Galvis y Alberto Donadío en el libro Colombia nazi. Entonces el gobierno deportó más de 50 extranjeros sospechosos de ser nazis o fascistas.
Por mencionar solo unos casos de espías reales o presuntos, en 1941 fue expulsado Erwin Leibrand, joyero alemán radicado en Cali. Lo acusaron de ser nazi y de promover actividades antidemocráticas. Los mismos cargos endilgaron a los hermanos Román Vélez, dueños de Laboratorios Román de Cartagena y de nacionalidad colombiana. No valió ni la intervención del presidente Santos para sacarlos de la temida lista negra que los bloqueó económicamente.
En cambio, el ciudadano mexicano Adolfo Jaspercen provocó su expulsión en 1942 al enfrentarse a las autoridades en un café bogotano y confesar con cinismo que era propagandista del régimen nazi y que si lo expulsaban saldría ganando el pasaje en barco. Pues le cubrieron el tiquete, pero también lo hicieron pagar treinta días de arresto por “insolente”.
En abril de 1943 fue expulsado el ciudadano alemán Heriberto Schawartau Eskildsen radicado en Barranquilla, acusado de labores de espionaje para las potencias del Eje, esas sí comprobadas, como se puede constatar en Colombia nazi. Con poder del señor Schawartau, el abogado y líder conservador Gilberto Alzate Avendaño presentó demanda de nulidad contra la resolución de la policía, pero le fue negada.
Ecos del Bogotazo
Tras el estallido del 9 de abril de 1948 —que la IX Conferencia Panamericana, con el general estadounidense George Marshall y el canciller Laureano Gómez al mando, atribuyó de inmediato al comunismo internacional— las relaciones diplomáticas con los países comunistas entraron en barrena. A comienzos de mayo se rompieron nexos con la Unión Soviética y todo el personal de la legación tuvo que abandonar el país. Se restringió la emisión de visas y hubo control estricto del ingreso desde Venezuela.
Huyeron a tiempo de la redada policial los estudiantes cubanos, entre ellos Fidel Castro, que pidieron asilo en la embajada mexicana. Después regresaron a su país gracias a la ayuda del gobierno que combatían.
A finales del gobierno de Mariano Ospina Pérez, en 1949, la policía secreta apresó al líder sindical venezolano José Trinidad Quintero Posse, refugiado en Cúcuta, a quien se le negó el derecho de asilo. Por más que este insistió en ser un orientador y no un agitador, las autoridades le quitaron sus documentos y el carnet del partido Acción Democrática. Desde su sitio de reclusión, Quintero pidió clemencia al presidente Ospina y este dio la orden de que lo liberaran y le dieran un salvoconducto para que circulara tranquilo. Pero las autoridades lo obligaron a presentarse todos los días a la misma hora en la oficina de seguridad, lo que le impedía ejercer cualquier actividad. Finalmente, los detectives lo entregaron a las autoridades venezolanas y, según se rumoró en Cúcuta, fue fusilado en San Cristóbal.
Muchos colombianos perseguidos por su filiación política buscaron refugio en Venezuela, tanto que a Cúcuta llegaban caravanas de familias liberales para cruzar el Puente Internacional. El embajador en Venezuela, Manuel Barrera Parra, viajó a San Antonio del Táchira para atestiguar el dramático éxodo. Reportó que en pocos días habían pasado más de tres mil personas y centenares de camiones con sus pertenencias. En un solo día lo hicieron más de 600. La mayor parte de exiliados era de Cúcuta, una de las zonas más golpeadas por la violencia política.
Sin embargo, en la frontera se registraron casos de expulsión de ciudadanos venezolanos que habían llegado a Cúcuta indocumentados, invocando el derecho de refugio como perseguidos políticos.
Sobrepasado por los hechos, el abogado, poeta y prefecto nacional de seguridad Andrés Holguín consultó a sus superiores si el gobierno nacional debería considerar como refugiados políticos a individuos de nacionalidad venezolana que entraron sin documentación. Los respectivos ministros de Gobierno y de Relaciones Exteriores, Darío Echandía y Eduardo Zuleta, respondieron que Colombia había respetado tradicionalmente el derecho de refugio, extensión del derecho de asilo diplomático.
La norma no obstante se interpretaba según conviniera, como ocurrió en1949 con el dominicano exiliado en Colombia, Manuel Lorenzo Carrasco. El estudiante había sido invitado al congreso del Partido Comunista junto con otros tres extranjeros: Pompeyo Márquez, líder comunista de Venezuela; Celso N. Solano y Carlos Delcid, del partido comunista panameño. A Márquez lo detuvieron en el aeropuerto de Techo porque llevaba consigo un informe de Gilberto Vieira, secretario del Partido Comunista de Colombia. De inmediato fue devuelto a Venezuela. Solano y Delcid fueron expulsados hacia su país.
La prensa liberal repudió particularmente la expulsión de Manuel Lorenzo Carrasco por su condición de asilado político y porque estaba a días de terminar su carrera de ciencias económicas en la Universidad Nacional de Bogotá. Según Alfonso Lamo Trujillo, jefe del departamento de investigación, Carrasco fue expulsado a República Dominicana por intervenir en política interna y porque no había oficializado su asilo en Colombia.
El Tiempo publicó dos editoriales en los que denunció el procedimiento arbitrario y antidemocrático de las autoridades, que desconocían la tradición de asilo de Colombia. Admitió el editorialista que el joven tenía afiliación comunista, lo cual no era ilegal. Y se preguntó: “¿Qué ley de la república convierte a nuestra policía en una especie de implacable Gestapo, atrabiliaria y descarada?”. El periódico de Eduardo Santos pidió al gobierno ofrecerles garantías a los extranjeros debido a la campaña en su contra que adelantaba la policía. “Aún más: tenemos datos fidedignos de que hay órdenes de correr una especie de cortina de hierro internacional a fin de cerrar las puertas del país a gentes de fuera para evitar la llegada de ‘comunistas’ a la nación”.
La revista Semana presentó a Manuel Lorenzo como militante comunista, poeta y periodista y habló del enorme movimiento de solidaridad que había en Colombia por él, favorecido por las conversaciones del gobierno colombiano en favor del peruano Víctor Raúl Haya de la Torre, líder de la oposición asilado desde 1948 en la embajada de Colombia en Lima.
Finalmente, el ministro de Educación y canciller encargado, Eliseo Arango, mantuvo la medida de expulsión, pero permitió que Lorenzo llegara a un destino más seguro en La Habana y no fuera entregado en bandeja al dictador Trujillo.
Artistas y periodistas
El joven arquitecto madrileño Fernando Martínez Sanabria —hijo del intelectual y periodista republicano Fernando Martínez-Dorrién, a quien el presidente Santos ofreció asilo en Colombia— escribió en su diario personal lo que no saldría publicado en los diarios bajo censura: “28 de diciembre de 1950. El detectivismo anuncia que hay orden para expulsarme”.
El Chuli, como lo llamaban, estudió su carrera en la Universidad Nacional y recién graduado el gran Le Corbusier le ofreció irse a Francia a trabajar con su equipo en el Plan Regulador de Bogotá, pero el apego al país adoptivo lo hizo devolverse de Nueva York. Sin embargo, para el franquista Laureano Gómez representaba un peligro a gran escala, así como para su embajador en Madrid, Guillermo León Valencia, que salía de caza con el caudillo y dictador.
El decreto de expulsión quedó engavetado gracias a sendas cartas que enviaron al director de la sección de extranjeros de la policía su profesor y jefe en el ministerio de Obras Públicas, Jorge Arango Sanín, y el decano de la facultad de arquitectura, Eduardo Mejía Tapia. En ellas daban fe de la honorabilidad del calumniado. Martínez Sanabria nunca volvió a salir del país por decisión propia y se convirtió en uno de los pioneros de la arquitectura moderna. Durante 40 años hizo escuela en su alma máter.
El abril de 1952 fue expulsado el corresponsal y gerente general de la United Press, Martín Leguizamón Martínez. Según resolución del ministerio de Gobierno, el argentino hacía continuas interferencias en la política interna del país y ya había sido advertido en varias ocasiones por la policía. Fue acusado de hacer manifestaciones hostiles al gobierno de Roberto Urdaneta al tiempo que se mostró solidario con el guerrillero liberal Saúl Fajardo cuando este intentó asilarse en la Embajada de Chile.
Leguizamón cubrió la Conferencia Panamericana de 1948 en Bogotá y en 1949 fue nombrado gerente general en Colombia, cargo que ejerció hasta su expulsión. Lo extraño es que el periodista Carlos J. Villar Borda, a quien Leguizamón contrató en la UP en esa época, no menciona el episodio en sus memorias; solo dice que Leguizamón fue trasladado a Caracas, que era un excelente cronista deportivo y que bautizó al equipo Millonarios con el nombre de Ballet Azul.
En agosto de 1968 recibió orden de expulsión el periodista del New York Times, Paul L. Montgomery, aunque la medida fue revocada el mismo día por el presidente Carlos Lleras Restrepo. El corresponsal estaba destacado en Sao Paulo, pero vino a Bogotá para cubrir la visita del papa Pablo VI.
La molestia del mandatario se debió a un despacho de Montgomery sobre la supuesta renuncia del ministro de Relaciones Exteriores, Germán Zea Hernández, debido a sus declaraciones críticas sobre una encíclica del papa Pablo VI, inminente y eminente huésped de Colombia, contra los métodos de control natal. En inmediata visita a Palacio, Montgomery y el directivo del Times Juan de Onís admitieron que la información había sido irrespetuosa y calumniosa. Así se libraron de la radical sanción.
Algo similar ocurrió en el gobierno de Misael Pastrana, recuerda el periodista Fabio Marín Ramírez. Al parecer el secretario general de Presidencia Rafael Naranjo Villegas le tenía tirria a Farid Kamel, que trabajaba en AFP, y no le daba información. “Por alguna noticia que no gustó en Presidencia, este señor pensó que por el solo apellido Kamel, Farid era un periodista extranjero (o sea, expulsable). Y, claro, hubo el rechazo de todas las agremiaciones de periodistas y de reputados columnistas en contra de esa absurda decisión la cual, por fortuna, se vino al piso”.
“El presidente ha muerto”
En julio de 1976, una información falsa sobre la muerte del presidente López Michelsen, que salió por error de los teletipos de la agencia UPI, causó la indignación del mandatario, quien exigió el cierre de la agencia y la expulsión de los directores de UPI y EFE que difundieron el bulo.
“El general Torrijos, de Panamá, contaba que llamó a dar el pésame y le contestó el muerto”, escribió Óscar Domínguez en El Colombiano en memoria de Guillermo Tribín Piedrahita, periodista colombo-español fallecido por covid-19, que era el jefe de la oficina de EFE cuando ocurrió el incidente. Los colegas de Domínguez reaccionaron a la columna para reconstruir la intentona de expulsión.
Según Javier Baena, que a la sazón trabajaba en AP, “la agencia UPI transmitió esta chiva, palabras más palabras menos: el presidente de Colombia Alfonso López Michelsen fue asesinado hoy durante un ataque guerrillero contra el palacio de gobierno. Un acucioso periodista de EFE en New York copió la información de UPI y la transmitió fechada en Bogotá. Tribín, delegado de EFE en Bogotá, no estaba en la oficina y cuando le avisaron de la metida de pata casi le da un infarto”.
El causante del estropicio fue el practicante Patricio Candia Logomancino, de nacionalidad chilena, que había huido con sus padres de la dictadura de Pinochet. Por ensayar el télex de la oficina de UPI en Bogotá, y sin saber que estaba conectado con Nueva York, inventó la noticia. Cuando el editor de turno vio el cable, lo creyó auténtico y de inmediato lanzó la primicia al mundo sin confirmarla.
El gobierno ordenó expulsar del país a los directores de UPI y EFE en Colombia. El de UPI era el holandés Peter Van Beneckom, y el de EFE se libró por su nacionalidad colombiana, pero le cancelaron la credencial de corresponsal. Nunca mejor dicho, “pagó el pollo” por la irresponsabilidad de terceros.
“Al lunes siguiente —concluye Baena— una delegación de la Asociación de Prensa Extranjera, de la cual hice parte, fue a conversar con el ministro de Comunicaciones Fernando Gaviria para presentar excusas y suplicarle que dejara sin efecto las expulsiones y la suspensión de actividades de las dos agencias en Colombia, a lo cual accedió”. También ayudó un editorial de El Tiempo que consideró desproporcionadas las sanciones para las agencias y para el representante de EFE. Apeló al humor británico del mandatario para que aceptara un error humano.
En cambio, Candia fue expulsado sin atenuantes. Estuvo detenido en los calabozos del Das y, cuando iban a enviarlo a Santiago, el organismo de seguridad notificó que no tenía partida para pagar el pasaje. Finalmente le compraron el tiquete y, a petición del joven chileno, lo enviaron a España. Su padre, el veterano periodista deportivo Guillermo Candia Requelme, vinculado al diario caleño Occidente, abandonó rápidamente el país, pues las autoridades anunciaron que tomarían medidas contra los medios que contrataban periodistas extranjeros indocumentados.
Macartismo criollo
Volviendo a los artistas, al concluir el primer año del régimen de Gustavo Rojas Pinilla en 1954, la Asamblea Nacional Constituyente determinó la prohibición del comunismo internacional. Paradójicamente, el hombre de confianza del general, Jorge Luis Arango —director de la Oficina de Información y Prensa (Odipe)—, contrató en México al maestro de teatro mundialmente reconocido Seki Sano, abierto simpatizante de la doctrina marxista, para encargarlo de la formación de actores del nuevo medio televisivo.
Según Carlos José Reyes el maestro japonés no se limitó a formar personal capacitado para actuar en la televisión, sino que creó una verdadera escuela de actores con el método vivencial del ruso Stanislavsky, lo cual fue decisivo para potenciar el movimiento teatral colombiano, como lo demostraron luego dos de sus alumnos: Fausto Cabrera y Santiago García. Sin embargo, Reyes no menciona en su historia del teatro que Sano fue expulsado del país.
En un completo informe publicado en lacoladerata.com, Jaime Flórez Mesa dice que Sano fue víctima de la antipatía de dos consagrados directores colombianos, Bernardo Romero Lozano y Víctor Mallarino, y de los aires procedentes de Estados Unidos, donde el senador Joseph McCarthy veía comunistas diabólicos en cada rincón.
Fue expulsado el nipón en diciembre de 1955, a escasos tres meses de su llegada, y partió rumbo a México, el país que lo acogió después de todos sus exilios hasta su muerte en 1966. En su última clase aprovechó para decir que no era comunista. En febrero de 1956 se cerró el Instituto de Artes Escénicas creado por Sano y Víctor Mallarino quedó a cargo de la futura Escuela de Arte Dramático. Pero desde 1970 la sala Seki Sano del Teatro La Candelaria mantiene vivo su legado.
Tan macartizado estaba el ambiente que el escritor y comediógrafo Luis Enrique Osorio, quien después del Bogotazo montó varias obras de tinte crítico y social, publicó una columna en El Tiempo, en 1954, en la que narra su frustrado intento de sacar la visa de Estados Unidos porque el cónsul le hizo saber que era portador del temible flagelo moscovita. Lo acusaron de haber estado en febrero de 1949 en el Directorio del Partido Comunista en Moscú. “Quedé estupefacto. Como si me hubieran dicho que Klim estaba batiéndose en Indochina”.
Cuba, el papa y las guerrillas
En los años sesenta aumentaron las suspicacias sobre “la amenaza comunista”. El mundo temblaba ante las redes internacionales del espionaje ruso, cuyo poder había crecido a consecuencia de la II Guerra Mundial, y el gobierno marxista de Fidel Castro en Cuba, apoyado por Moscú, multiplicaba esos temores. Colombia era el principal receptor de ayudas del programa estadounidense Alianza para el Progreso que buscaba contrarrestar la expansión de la revolución cubana. Y fue en el gobierno liberal de Carlos Lleras Restrepo (1966-1970) cuando arreció la cacería de brujas.
Como Castro instaba a los movimientos de izquierda de América Latina a seguir el ejemplo de la lucha guerrillera, Lleras Restrepo propuso un plan continental contra la subversión liderado por los países aliados, ya que cuestionaba la efectividad de la ONU. Diversas guerrillas azotaban al país, así que, con el cerrado respaldo de la prensa adicta al régimen bipartidista del Frente Nacional, Lleras decretó en 1966 la Ley Marcial.
Mediante esta medida, el gobierno podía ejercer vigilancia policiva sobre los ciudadanos sospechosos de participar en actividades subversivas. En marzo de 1967, el asalto del ELN a un tren en el Opón (Santander) disparó una gigantesca operación antiterrorista. Hubo detenciones masivas en todo el país (240 personas) y en Bogotá fueron detenidos 15 dirigentes, entre ellos el comunista Vieira.
Igualmente se allanaron las oficinas de la agencia soviética de noticias TASS y se expulsó al comunista uruguayo Gunter Pirin. La censura de prensa impidió que se informara con amplitud sobre este y otros asuntos.
Para echar más leña al fuego, en 1967 el papa Pablo VI lanzó la encíclica Populorum Progressio, calificada por amplios sectores de la opinión mundial de “marxismo trasnochado”. A la luz de este nuevo espíritu se constituyó en una finca cundinamarquesa el grupo de Golconda, conformado por sesenta sacerdotes progresistas que decidieron trabajar por los pobres. El más notable de los curas rebeldes fue al sacerdote Camilo Torres, que se unió a las filas del ELN y murió en el primer combate.
Por ello, Colombia prohibió a sus nacionales viajar a la República de Cuba y vetó la entrada de personas que hubieran visitado la isla. Si un colombiano o un extranjero naturalizado incurría en esta falta, le invalidaban el pasaporte y solo le expedían otro con el visto bueno del Departamento Administrativo de Seguridad (DAS) y del ministro de Relaciones Exteriores.
Dos ilustres expulsados
Una de las ciudadanas que en 1966 había viajado a Cuba era la connotada crítica de arte argentina Marta Traba. Los agentes del DAS la tenían vigilada por supuestas simpatías procastristas y se sumó a ello que Traba, profesora de la Universidad Nacional, firmó con decenas de colegas en agosto de 1967 una carta contra la represión en el claustro. De inmediato le llegó la orden de expulsión y solo la salvaron las campanas porque contrajo matrimonio católico con Alberto Zalamea, padre de sus dos hijos.
Este es el testimonio que dio Traba en la revista Semana en enero de 1983, 16 años después: “Me olvidé de que, jurídicamente, no era ciudadana colombiana. Hice declaraciones imprudentes en El Tiempo sobre la primera ocupación militar de la Universidad Nacional bajo el gobierno del Dr. Carlos Lleras. Quizás tuvo razón al firmar mi expulsión del país porque mis continuos desacatos a la autoridad debían ser intolerables”. Ante la avalancha de cartas en favor de la insurrecta, el mandatario revocó la medida.
En abril de 1967 fue expulsado el director de la revista mexicana Sucesos Mario Renato Menéndez Rodríguez, que entrevistó a varios jefes guerrilleros en América Latina. Llegó a Colombia en marzo y las autoridades lo acusaron de acompañar a los subversivos en el mencionado asalto al ferrocarril en Santander.
El periodista apareció, tres semanas después, asilado en la embajada de su país. Allí convocó una rueda de prensa y lamentó que los colegas hubieran aceptado ese atropello a la libertad de prensa. Y hasta la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP) le envió una carta al presidente Lleras citándole las normas internacionales del derecho de acceso a la información. El folletín terminó el 22 de abril cuando se hizo efectiva la expulsión por “violar normas legales en materia de contactos con grupos de bandoleros y visitas a zonas militarizadas”.
Topamos con la Iglesia
Con el regreso de los gobiernos conservadores en 1946 se desplegó la cruzada antiprotestante desde los púlpitos y la prensa devota. 1948 fue declarado por Miguel Ángel Builes el año de la “predicación antiprotestante” para acabar con el complot comunista. Aterrorizaba a los feligreses diciéndoles que Calvino y Lutero eran como belcebú y lucifer e identificaba a los protestantes con “máquinas de guerra” (una metáfora que se ha reciclado en los últimos tiempos).
En especial Laureano Gómez confundió a los misioneros protestantes anglosajones con la subversión liberal (donde había misioneros había bandoleros), por lo que la persecución se tornó más violenta, pese a las quejas de los gobiernos afectados: Estados Unidos e Inglaterra.
En 1953 quedó prohibida la presencia de pastores protestantes en los territorios de misiones católicas y al año siguiente el ministro de Gobierno dictaminó que “los nacionales y extranjeros no católicos residentes en Colombia, sean ellos ministros, pastores o simples fieles, no pueden desarrollar ninguna acción proselitista pública, ni emplear medios de propaganda fuera del recinto donde se verifique el culto”. Una disposición que dio lugar a toda clase de abusos de poder de las autoridades.
Ante la acusación que se le hacía a la obra evangélica en Colombia como procomunista, James E. Goff, que escribió un libro al respecto, se preguntaba ante tan peregrina inculpación: “¿Cómo se sentirían los señores Truman, Churchill y Eisenhower si les dijeran que son comunistas? Y sin embargo eso es lo que están diciendo los obispos en Colombia”.
Hubo incontables atropellos y casos de expulsión hasta 1958 que no quedaron registrados. En el canónico libro El Jefe Supremo de Silvia Galvis y Alberto Donadío se documenta el del pastor protestante Federico Smith, que tan pronto llegó a Puerto Leguízamo (Putumayo), en septiembre de 1956, recibió la orden del régimen de Rojas de abandonar el territorio nacional porque violaba disposiciones del Concordato.
A la vuelta de la década, en abril de 1969 fueron expulsados del país con un día de diferencia el cura español Domingo Laín y la profesora de literatura gringa Carol O’Flynn, acusados de intervenir en actividades subversivas con el grupo Golconda. Antes de embarcarla rumbo a Estados Unidos, los agentes del DAS sometieron a la joven a un interrogatorio y aunque negó haber hecho proselitismo político en el prestigioso colegio bogotano Marymount, regentado por monjas de Estados Unidos, reconoció ser amiga del padre Laín y haber participado en reuniones de Golconda para trabajar en barrios pobres del sur de Bogotá.
Según el libro testimonial de Leonor Esguerra, monja colombiana que terminó en las filas del Ejército de Liberación Nacional, O’Flynn tuvo la audacia de entrar al país tres años después de los hechos y la volvieron a expulsar cuando pidió el visado.
Laín llegó al país en 1967 contratado por la curia, pero pronto se declaró en crisis sacerdotal y siguió los pasos de profesores, monjas y curas rebeldes de Golconda. Fue expulsado del país con la advertencia de que si regresaba le darían cuatro años de pena en colonias agrícolas. Regresó clandestinamente en 1970, se vinculó al ELN y murió en combate cuatro años más tarde.
Otro sacerdote capturado en julio de 1972 fue el belga Wemaels van Villing hen Armand acusado de pertenecer al ELN. Miembros de la Policía Militar llegaron por el cura al templo del barrio Castilla de Medellín y se lo llevaron con todo y sotana rumbo a Bucaramanga donde lo sometieron a Consejo de Guerra. El sacerdote, miembro de la comunidad asuncionista, llevaba cinco años trabajando en barrios populares de la capital antioqueña.
La Arquidiócesis de Medellín admitió que el arzobispo Tulio Botero Salazar tenía informes sobre las actividades subversivas del padre belga y por ello le habían llamado la atención dada su condición de extranjero. Los periodistas protestaron ante el silencio de los militares de la V Brigada respecto al trato que daban a los prisioneros y a posibles torturas. En esa guarnición permaneció el sacerdote hasta que un juez penal militar le dictó auto de detención. Bajo la justicia castrense no tuvo el beneficio de la expulsión sino que debió pagar cárcel en Colombia.
Suecos, panameños, cachaca y Piero
En la misma operación militar del gobierno de Misael Pastrana para desmantelar las células urbanas guerilleras, cayó el periodista sueco-soviético Karl Reinhold Staaf, quien cubrió la guerra civil española y era corresponsal de un periódico comunista de Estocolmo y agente secreto de la Unión Soviética. Se le acusó de haber traído 65.000 dólares a Tirofijo.
Staf fue expulsado del país al igual que los panameños Reyes Antonio Mark Moreno y César Augusto de León Espinosa. A Reyes Antonio, profesor y periodista de 28 años, lo capturaron a su llegada de Panamá en el aeropuerto El Dorado. De León Espinosa se dijo que lo habían expulsado de su país por actividades subversivas, que había ingresado a Colombia con visa de turista y había establecido contacto con las Farc. Los panameños se conocían y, según la policía, entablaron relación con líderes del partido comunista en Bogotá.
En esa redada también cayó la documentalista y directora de teatro bogotana Gabriela Samper, que en un consejo de guerra fue acusada de haber entregado a los guerrilleros del ELN mapas y aerofotografías del Instituto Agustín Codazzi. Terminó recluida cinco meses en la Cárcel de Mujeres y contó su traumática experiencia en La guandoca.
La seguidilla de operaciones de inteligencia no paró. En agosto fueron expulsados ocho rusos vinculados a la embajada de la Unión Soviética en Colombia por colaborar con las guerrillas. Entre los expulsados había tres funcionarios con apellidos de ajedrecistas: Karpov, Kourbatos y Mantiokov. La resolución gubernamental también cobijó a otros dos funcionarios y sus esposas, que servían de correos diplomáticos. Las dos señoras cumplían funciones administrativas en la embajada. Según la policía, estaban comprometidos con el periodista sueco-soviético Staaf, auxiliar de las Farc, y otros expulsados tenían vínculos con las redes urbanas de ELN.
Y como los artistas también resultan altamente peligrosos, ni su querido viejo pudo salvar al cantante italoargentino Piero de ser expulsado del país en el aeropuerto El Dorado, el 22 octubre de 1973. En esos días estaban de moda sus canciones protesta, que alertaron a las autoridades por “subversivas”. Años después, como reconocimiento por su solidaridad con las víctimas de Armero y otros dannificados, el gobierno le concedió la nacionalidad colombiana. ->>Vea más...
FUENTE: Artículo de Opinión – Los Danieles