Por: Enrique Santos Calderón - Leí hace días un titular que me dejó frío: “La violencia en Colombia aumentó en más de 600%”. ¿Cómo así? ¿A qué horas? ¿Acaso no estamos ya en la etapa de posconflicto, consolidando un proceso de paz?
La cifra proviene de la Oficina para Asuntos Humanitarios de la Naciones (OCHA) y se refiere a que en los primeros dos meses de este año más de 270 mil personas fueron afectadas “por dinámicas asociadas a la violencia armada”, lo que representó un aumento de 621% en comparación con el mismo periodo de 2021. Aunque el dato parece sensacionalista y el concepto de “dinámicas asociadas a la violencia” suena gaseoso, varias entidades nacionales y extranjeras han coincidido en señalar un repunte este año de la violencia en distintas zonas del país (Cauca, Chocó, Nariño, Antioquia y Arauca, principalmente).
Por otra parte, según la Cruz Roja Internacional (CICR) 218 personas fueron víctimas de minas y artefactos explosivos en el primer trimestre de 2022: la cifra más alta de los últimos cinco años. En regiones del Pacífico y de la frontera con Venezuela la situación humanitaria se ha agravado, mientras que Indepaz califica de “crítica” la situación en materia de homicidios, amenazas y circulación de grupos armados en cerca de 150 municipios. El Gobierno ha desmentido las cifras de la Cruz Roja y asegura que solo hubo 31 víctimas de minas y aquí cabe recordar que hace veinte años Colombia adquirió el compromiso internacional de ser un país libre de minas para 2011. No fue posible. El gobierno habló entonces de una ampliación hasta 2021. Tampoco se cumplió. Ahora se fijó 2025 y nada indica que esto vaya a ser una realidad.
Los temas de violencia no son noticia en Colombia sino parte de nuestra cotidianeidad, desde hace demasiado tiempo. Pero sí llaman la atención estos indicadores en una etapa en la que se presume que hemos superado lo peor del conflicto armado. Y así es (no me cansaré de insistir en que la disolución de las Farc fue un acontecimiento histórico), porque el tipo de violencia que hoy se vive es distinta. Más que los clásicos enfrentamientos ejército-guerrilla o guerrilla-paramilitares con su tinte político-ideológico, se trata de una violencia más social-delincuencial, con nuevos actores y promotores en la forma de grupos criminales muy bien armados, dedicados a controlar corredores de droga y desplazar a comunidades de tierras valiosas; a darse plomo entre ellos, a asesinar lideres sociales por encargo y en las ciudades a robar y matar.
Grupos armados que se dicen revolucionarios como el Eln o disidencias de Farc se alimentan del mismo malestar social y de la misma economía ilegal que los narcoparamilitares del Clan del Golfo y ambos se benefician del notable decaimiento en la eficacia e inteligencia de las Fuerzas Armadas. Ejemplo de esto último fue la controvertida operación militar contra las disidencias en el Putumayo que dejó once muertos (presentados como bajas de la guerrilla) y demasiados interrogantes aún por resolver. La bomba contra el CAI de Ciudad Bolívar que mató a dos niños también suscita más de una pregunta. ¿A quién conviene este acto de terrorismo? ¿Responde a la coyuntura electoral? ¿Fue colocada por las disidencias como han planteado las autoridades? ¿Quiénes más estarían interesados en producir zozobra y desestabilización? ->>Vea más...
FUENTE: Artículo de Opinión – Los Danieles