Por Daniel Samper Pizano - Empiezo esta columna con algunas alusiones personales para atenuar macartismos de diverso color. No solo he sido partidario de las marchas ciudadanas pacíficas como herramienta para defender derechos y ejercitar la facultad de protestar, sino que, desde los años sesenta, cuando el estado físico me avalaba, recorrí calles en apoyo de diversas iniciativas. En Bogotá desfilé a favor de la paz, en contra del secuestro y apoyé en 1979 la primera marcha ecológica inspirada en la destinación tramposa del Parque Salamanca a instalaciones industriales. En Madrid lo he hecho por la paz y contra la violencia de ETA. En Boston salimos cientos de estudiantes latinos y gringos en 1980 a condenar la intervención norteamericana en El Salvador. Aún recuerdo el corito que cantábamos: “One, two, three, four… US out of El Salvador”. No era alta poesía, pero el mensaje parecía claro.
(Las siete y media es un juego)
que no hay que jugarlo a ciegas
pues juegas cien veces, mil…
y de las mil ves febril
que o te pasas o no llegas.
Y el no llegar da dolor,
pues indica que mal tasas
y eres del otro deudor.
Mas, ¡ay de ti si te pasas!
¡Si te pasas es peor!
Pedro Muñoz Seca
La venganza de don Mendo
Así, pues, que, sin ser líder de nada y apenas seguidor consciente y tranquilo de causas en las que creo, puedo exhibir credenciales a favor de las marchas pacíficas. En este sentido, pienso que hemos vivido jornadas históricas –incómodas, pero históricas— en las protestas que han sacudido últimamente las avenidas y carreteras de Colombia. Fue el único modo de que el Gobierno se conectara con la realidad y accediera a retirar decisiones que clamaban al cielo (como la reforma fiscal), conceder viejas peticiones (como la matrícula gratuita) y aceptar un diálogo que debió haber sido una de las primeras reacciones del presidente. Su obstinación, y no sé si de su monitor, le impidió ofrecer disculpas por ciertos actos francamente criminales de la Policía. Después de lo que han observado en videos y noticieros, los ciudadanos saben que ha habido una represión brutal, a bala y golpes, mientras el silencio oficial degrada aún más la imagen de un cuerpo policial que en algunos casos, hay que reconocerlo, salvó vidas y protegió a gente inocente. Es lamentable que los genéricamente llamados vándalos –amplia gama donde caben desde delincuentes organizados hasta jóvenes traviesos— hubieran ensuciado las protestas con sus aventuras atrabiliarias.
Pienso también que, como afirmaron en su momento Gustavo Petro y la alcaldesa Claudia López, los organizadores del paro no han sabido manejar el juego de las siete y media, cuya filosofía, aplicable a toda situación estratégica, describe el genial humorista andaluz Pedro Muñoz Seca (1879-1936). Por un lado proclaman el éxito de haber tumbado el insólito castigo tributario. Que lo fue. Pero, por el otro, no lo cobraron como cacería mayor, sino que decidieron que por ese camino pueden llegar muy lejos y en pos de piezas menores. Ahora el menú de reivindicaciones se ha ensanchado, quizás por su temor a quedarse cortos. Temo que nos acerquemos al resbalón que describe don Mendo: “Ay de ti si te pasas… ¡si te pasas es peor!”. Es preciso que los pacíficos organizadores de las marchas entiendan que la gente no distingue entre ellos, para aplaudirlos, y quienes empuñan otro tipo de protestas reprobables, para censurarlos.
Los vándalos destruyen los bienes públicos que hemos pagado entre todos y fungen en la calle como embajadores del miedo y el peligro, en lo cual compiten con unos cuantos policías sádicos. Pero a su mismo nivel se hallan quienes bloquean carreteras y calles hipnotizados por su poder y, sin ser terroristas (como pretende el Gobierno) carecen de toda consideración con sus conciudadanos. La muerte de un recién nacido que no pudo pasar en busca de asistencia médica es un ejemplo escandaloso. Presencié en un pueblo de Cundinamarca los efectos del cierre que decretaron unos transportadores en la estrecha carretera que desembotella a la región. No sé qué pedían, pero lo que obtuvieron fue el más justificado rechazo. Los campesinos no lograron enviar a Bogotá los productos de sus granjas –pollos, huevos, carnes, productos del agro— y, al mismo tiempo, no llegaron el forraje para los gallineros y criaderos, ni abonos, ni alimentos, ni fármacos para animales y cristianos, ni numerosos productos industriales –leche, por ejemplo— procedentes de Bogotá. No hubo busetas a la capital, y tampoco pudieron arribar los combustibles: quedaron varados los camiones pequeños y las motocicletas que atienden las veredas. Fue una pequeña catástrofe aldeana, sin contar los efectos macroeconómicos. ->>Vea más...